Columnas

La terquedad nacional

Y ahora que tiene que resolver los efectos dramáticos que ese flagelo ha producido, vuelve a lo mismo: creer que con juicios políticos, declaraciones o invocaciones se cambia la realidad. ¡Qué terquedad!

La Penitenciaría es un ícono: representación y símbolo de algunas de las disonancias que tiene la nación con la realidad. Las matanzas delataron, para el grueso de la opinión, la existencia de bandas capaces de una violencia insólita. Bandas que administran una zona de guerra insospechada y que son dueñas de la vida de más de ocho mil personas allí detenidas.

Esa noticia revela hechos que el país se ha negado a ver y a valorar durante las dos últimas décadas: la implantación del narcotráfico, la formación de verdaderos ejércitos paralelos, el aumento decidido del consumo de droga, la inserción del Ecuador en el mercado mundial de estupefacientes… Y un fenómeno que hasta ahora no levanta las alertas que amerita: la presencia efectiva de la narcopolítica.

La Penitenciaría no solo muestra el empeño que han puesto los gobiernos, y buena parte de las instituciones, para atenuar y ocultar la gravedad de esos problemas: prueba la obstinación que pone el país, en general, para no aquilatar la hondura y las consecuencias del peligro en que anda metido.

Se ve en la forma como se encara lo que ha sucedido. La sociedad política quiere lavarse las manos haciendo juicio político a aquellos funcionarios que desde hace meses enfrentan el problema. En la Asamblea, el correísmo da lecciones. Como si no hubiera estado diez años en el poder. Como si no encarnara, como pocos, la narcopolítica.

En redes sociales se pide entrar a bala. O se clama por los derechos humanos de los presos, como si fuera este gobierno el que los estuviera violando. Y muchos de aquellos que, a nombre de los derechos humanos, piden que se intervenga en forma urgente y decidida, aplauden a la Corte Constitucional por poner cortapisas a la presencia de las Fuerzas Armadas. Como si la Policía tuviera 1.500 miembros de sus fuerzas especiales instalados en Guayaquil. Porque no cualquier policía puede ingresar allí.

En definitiva, el país que presiona para que no haya más matanzas, desconoce por qué las hay y niega las circunstancias que las producen. Rehúsa ver que allí hay bandas despiadadas, armas acumuladas desde hace años, mecanismos aceitados de corrupción y violencia y una debilidad asumida y cómplice por parte del Estado con esos poderes asesinos.

El coronel Fausto Cobo ubicó los términos del atolladero cuando dijo que el país debe recuperar “el efecto disuasivo sobre los criminales” y “la soberanía del Estado en las cárceles”. Para ello, claro, el Estado debe entrar a esa zona de guerra acondicionada por sus propietarios durante años. Y convertir esa cloaca en un centro de rehabilitación: eso no se hace dando declaraciones, invocando el deber-ser, produciendo informes y resoluciones o llamando a la convivencia pacífica entre bandas que se disputan el tráfico de drogas y el poder de fuego en esos centros y en las calles.

La Penitenciaría comprueba la desconexión que hay en el país entre el deseo y la realidad. Los militares querían ayudar a resolver el entuerto y arrastraron los pies. La prensa (la generalización es indebida) no quiere verla en su real dimensión y, en vez de describir el poder de las bandas y el riesgo infinito que acarrea demolerlo, evoca cada día el deber-ser. La Corte Constitucional prefiere hurgar en los textos que incluir la realidad en sus fallos…

El país encara con dramatismo este problema porque, durante años, negó o desconoció la presencia del narcotráfico. Y ahora que tiene que resolver los efectos dramáticos que ese flagelo ha producido, vuelve a lo mismo: creer que con juicios políticos, declaraciones o invocaciones se cambia la realidad. ¡Qué terquedad!