Columnas

La sociedad política se está suicidando

"Si el gobierno no tiene músculo ético, se puede pensar que la sociedad política (de ella se trata en esta reflexión), debe provocar un sobresalto. No se ve"

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"La sociedad política se está suicidando con los ojos abiertos".expreso

No se sabe cuál será el resultado de todo esto, pero ya se conoce el impacto que causa: hay repugnancia, hay náuseas por la ola de corrupción propiciada por funcionarios públicos en estos tiempos de coronavirus. Muchos, para aligerar la carga, recuerdan que la corrupción es un problema estructural en el país. Ciertamente. Sin embargo, no hay cómo ocultar que ese fenómeno se ha agravado en forma exponencial. 

El correísmo se caracterizó, entre otras cosas, por implantar un sistema corrupto para captar dinero desde Carondelet. Con aquiescencia y participación de Rafael Correa, presidente de la República. Ahora, en plena pandemia, el país descubre que hay funcionarios en el gobierno nacional y en los gobiernos seccionales que roban sin recato, trafican con la salud y las medicinas y no vacilan en negociar hasta con los cadáveres.

Ministros (como Paúl Granda y Alexandra Ocles), alcaldes (como Jorge Yunda de Quito), prefectos (como Carlos Luis Morales del Guayas), asambleístas (como Daniel Mendoza), y tantos funcionarios de menor jerarquía prueban que este famoso fenómeno estructural carece de dueño: es pluriétnico y multipartidista. Y prueba igualmente que la política se ha convertido -la han convertido algunos políticos- en un oficio rastrero y miserable. La expresión más elocuente de la peor miseria humana.

Se entiende que la generalización es indebida. Que ha habido y hay políticos y servidores públicos intachables al estilo del expresidente Osvaldo Hurtado. Pero eso no basta para que esa profesión, que muchos políticos viven como una verdadera vocación de servicio, se salve del naufragio al cual está siendo llevada.

Todo maremoto necesita una muralla para evitar que el agua arrastre todo a su paso. En ese punto está el país: no hay muralla. En principio, el presidente de la República -la persona y la función- es el mayor referente para una sociedad. Eso no es cierto aquí. El presidente no ha respondido por lo que ocurrió en el gobierno de Correa, mientras estuvo a su lado. Tampoco por su estadía en Ginebra, pagada ilegalmente con fondos públicos. No mostró las cuentas, como prometió hacerlo, de la Fundación Eventa de propiedad de su familia a la cual llegaron fondos públicos por supuestas charlas motivacionales: es una promesa no cumplida desde enero de 2017. Se suman las explicaciones tortuosas en casos que lo relacionan con los INA Papers. O los compromisos incumplidos de pedir una comisión a la ONU, como la que estuvo en Guatemala, para que investigue la corrupción.

Si el gobierno no tiene músculo ético, se puede pensar que la sociedad política (de ella se trata en esta reflexión), debe provocar un sobresalto. No se ve. La Asamblea ni siquiera examina las leyes para luchar contra la corrupción, algunas paradójicamente enviadas por el Ejecutivo. Y los partidos, al margen de reaccionar como lo hacen los ciudadanos en las redes sociales, nada emprenden. Al parecer sus líderes se han acostumbrado a ver a otros políticos, como Alexandra Ocles, Jorge Yunda o Carlos Luis Morales, diciendo que los contratos firmados son legales y con sobreprecios porque sus productos son excepcionales. También dicen que estaban fuera de la oficina, que nada saben, que ya pidieron intervenir a la Contraloría, que ya botaron a los involucrados…

La sociedad política se está suicidando con los ojos abiertos. Está admitiendo, sin reaccionar, que su oficio es una empresa para delinquir. ¿Hay políticos honestos? Los hay. ¿Qué hacen frente a este maremoto que está destruyendo la irrisoria credibilidad que tiene el país en la actividad política? ¿O les vale?