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Carlos Alberto Reyes Salvador | Magnicidio latinoamericano

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Colombia debe demostrar que su democracia puede resistir este golpe y que el asesinato de Uribe Turbay no quedará impune

La muerte de Miguel Uribe Turbay no es un hecho aislado en la trágica historia de Colombia, es un suceso que interpela a toda la comunidad internacional. El asesinato de este joven senador y precandidato presidencial, víctima de un atentado perpetrado por la narcoguerrilla, revela hasta qué punto la violencia sigue siendo un actor central en la política colombiana y expone la fragilidad de su democracia ante los ojos del mundo.

Uribe Turbay, de apenas 39 años, simbolizaba una nueva generación política, formada, con proyección internacional y con un compromiso cívico forjado en el dolor de una historia familiar atravesada por la violencia. Su madre, la periodista Diana Turbay, murió en 1991 durante un fallido rescate tras su secuestro a manos del cartel de Medellín. Décadas después, el crimen organizado vuelve a golpear a su familia, recordándole al mundo que en Colombia el crimen aún pretende decidir el rumbo del poder.

La reacción del gobierno de Gustavo Petro ha sido, cuando menos, insuficiente. La tibieza de sus declaraciones, la lentitud de las investigaciones y la ausencia de una estrategia contundente transmiten un mensaje de debilidad que traspasa fronteras, una trivialización inaceptable de la tragedia y un desaire hacia una nación enlutada.

Un magnicidio en plena campaña política no puede ser tratado como un hecho más dentro de la violencia crónica del país. La comunidad internacional esperaba firmeza, garantías institucionales y resultados rápidos; en cambio, se ha encontrado con un Estado que parece resignado a convivir con la impunidad. El silencio o la relativización frente a la violencia política en América Latina alimenta la narrativa de los grupos armados ilegales.

La justicia colombiana, por su parte, enfrenta el escrutinio global. La ausencia de resultados concretos y la opacidad de las investigaciones no solo dañan la confianza ciudadana, sino que erosionan la credibilidad internacional del país. En un mundo donde la solidez institucional es condición para atraer inversión, cooperación y respaldo político, la imagen de Colombia se ve nuevamente asociada con la incapacidad de garantizar seguridad ni siquiera a sus líderes más visibles.

La muerte de Miguel Uribe Turbay priva a Colombia de un dirigente con proyección y a América Latina de un referente que pudo haber marcado la ruta hacia una política distinta, alejada de la corrupción y la violencia. Pero el impacto trasciende a la región; para la comunidad internacional, el crimen confirma que la narcoguerrilla no ha sido derrotada y que sus tentáculos siguen penetrando la vida pública.

Colombia debe demostrar que su democracia puede resistir este golpe y que el asesinato de Uribe Turbay no quedará impune. Si el Estado fracasa en esta tarea, quedará en evidencia que la violencia aún dicta las reglas en uno de los países clave de América Latina.

El asesinato de Miguel Uribe Turbay no debe ser leído solo como un drama nacional. Es un recordatorio a escala global de que la democracia en la región continúa amenazada por la alianza entre narcotráfico, guerrilla e impunidad. Honrar su memoria exige que la justicia colombiana actúe con celeridad y que la comunidad internacional mantenga la presión para evitar que este magnicidio quede en el olvido.