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¿A quién quiere parecerse Lasso?

Avatar del José Hernández

En el país está probado que las leyes y las instituciones, en general, no cambian a las personas. Y que los políticos, tampoco cambian. Pero también se ha probado que algunas personas generan procesos que producen nuevas actitudes

Ecuador gira alrededor de una pregunta sin respuesta: ¿cómo cambiar la política? Y se piensa en la política porque, cuando se trata de entender, cualquier ciudadano da como respuesta -y verdad incontrovertible- una frase atribuida a una monja que murió a los 26 años, en 1645, según la cual Ecuador será destruido no por desastres naturales sino por los malos gobiernos. Que un mito haga oficio de profecía ineludible habla paladinamente de la relación que el ciudadano promedio tiene con la política: la padece como un fenómeno tan paranormal como fatal. Fuera de su control, en todo caso. 

Y sí, con más antecedentes o ingredientes, la política nacional sigue siendo un dolor de cabeza inexplicable. Muchos han querido cambiarla, reemplazando leyes y constituciones. Ya van 20. Otros quieren cambiar la Ley de partidos. O el Código de la Democracia. Algunos hacen hincapié en el diseño institucional. El correísmo declaró superados los tres poderes de Montesquieu y concentró en el Ejecutivo los cinco que introdujo en la Constitución de Montecristi.

Se impuso así, durante una década, el presidencialismo absolutista con visos profundos de autocracia. En ese lapso el país experimentó, aunque en cómodas cuotas, la democracia plebiscitaria en vez de la representativa y el nuevo constitucionalismo que privilegia la legitimidad a la legalidad. Ahora se quiere volver a Montesquieu, a la bicameralidad y poner en vigencia la Constitución del 98...

La conclusión objetiva es que la política no ha cambiado con ninguna constitución o reingeniería en el sector que se antoje. Y que el país tampoco sabe cómo salir del dilema shakesperiano de si tiene que cambiar las instituciones para que cambien los políticos. O tienen que cambiar los políticos para que las instituciones funcionen.

Basta ver los cambios que se reclaman ahora para reducir el número de partidos y movimientos que, entre inscritos en el CNE y en instancia de ser aprobados, suman alrededor de 300. Un dislate colectivo. Ese debate se concluye apenas se plantea: ¿quiénes tienen que aprobar esas reformas? Los políticos en la Asamblea. ¿Las van a aprobar? No. La carencia de masa crítica ciudadana obvia multiplicar las preguntas.

En el país está probado que las leyes y las instituciones, en general, no cambian a las personas. Y que los políticos, tampoco cambian. Pero también se ha probado que algunas personas generan procesos que producen nuevas actitudes. Elsa de Mena, por ejemplo, transformó al SRI. Y al hacerlo generó una cultura y una institucionalidad nuevas. La Corte Constitucional actual podría estar operando un cambio significativo en algunos campos. Uno de ellos, el perfil profesional, honesto e independiente de un juez de la República. 

¿Cómo cambiar la política? Sin duda la pelota está en los ciudadanos, la academia, los grupos sociales, la prensa... Si no dinamitan las prácticas y los perfiles que tienen hundida la política en el albañal, el país tendrá que seguir padeciendo parálisis crónica y corrupción.

Dinamitar el "modus operandi" de los gamonales, es propiciar la eclosión de figuras que conviertan la política en un oficio profesional y no en el negocio miserable que es. Guillermo Lasso se debió haber preguntado en algún momento a quién quería parecerse. Lo mismo se entiende que deben hacer políticos recién llegados al escenario como, por ejemplo, Xavier Hervas. ¿Cuál es su modelo? ¿Correa, Nebot,? ¿Quién? De la respuesta que se dieron -o que se den- depende, en buena medida, que el albañal persista. O se detenga. No es fácil, pero de eso se trata, precisamente, la política.