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Con esta política, hasta el muladar

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El invierno revela otra vez, como si fuera necesario, la incompetencia de alcaldes, prefectos y autoridades locales en general

El invierno proporciona algunas fotografías rotundas y devastadoras del país: ciudades y pueblos inundados, cultivos perdidos, carreteras destruidas, poblaciones aisladas, barrios encenegados… Un país no solo bajo el agua y encharcado: miles de personas que han perdido su casa o sus enseres y que, en cada invierno, quedan expuestas a la mezcla de lluvias con aguas residuales y, por esa vía, a la proliferación de enfermedades como la dermatitis o el dengue.

Ciudadanos que padecen, en cada invierno, los mismos fenómenos y las mismas consecuencias, y que los viven de generación en generación. Como si invierno fuese sinónimo de plaga. Y como si la fatalidad fuera un ingrediente más de su existencia.

El invierno revela otra vez, como si fuera necesario, la incompetencia de alcaldes, prefectos y autoridades locales en general. Y de un Estado que llega para apenas paliar impactos previsibles -porque son reiterados- de la temporada invernal. Autoridades locales o funcionarios estatales que ante los micrófonos mutan en improvisados cronistas capaces de describir -sin mayor talento pero con porfiada convicción- las desgracias de sus mandantes. Lo hacen como si su papel no fuera resolverlas. Como si fueran relatores de sus propias ineficiencias.

El invierno, cada vez más complejo por el cambio climático, muestra con cruel ironía la desconexión de la sociedad política con las realidades cotidianas del país. Porque mientras esto ocurre, los asambleístas -que dicen representar a los ciudadanos- pasan su tiempo a celebrar el Día del Bizcocho, condecorar incluso a sus guardaespaldas, lavar la cara de diezmeros consumados o montar golpes de Estado. Y lo hacen con solemnidad y afectación. Como si estuvieran cambiando el destino nacional. Honorables impresentables.

La política hecha por estos políticos se ha degradado hasta el muladar. Al caudillismo tradicional de un Velasco Ibarra, se suma hoy la corrupción, un cinismo atroz y el deseo innegociable de atornillarse al poder. Rafael Correa superó el esquema socialcristiano. No solo lo mejoró: lo erigió en prototipo de la política nacional. Hoy Jaime Nebot, Leonidas Iza y personajes menores, casi insignificantes, con más ganas que posibilidades como Virgilio Saquicela, sueñan con imitarlo.

Esos políticos tienen secuestrado al país. Y lo pueden hacer, con total impunidad, no por su sagacidad estratégica, sino por la ausencia absoluta de ciudadanos en la esfera pública. La cobardía proverbial de las mal llamadas élites se mantiene. La academia vive ensimismada en su burbuja. La prensa, con excepciones destacables, sigue prisionera de los falsos dilemas lanzados por el correísmo para volverla anodina. Y los ciudadanos no creen que uniéndose por sus causas pondrían fin a esa sociedad política que, en su inmensa mayoría, se volvió enemiga del país.

El invierno -como la pandemia para no devolver más el reloj- desnuda (otra vez) a esos políticos transformados en piratas y sociedades mafiosas, que ignoran los dramas de la gente porque están ocupados y obsesionados con destruir al país.

Es hora de los ciudadanos, pero no aparecen…

Eterno agradecimiento: esta es mi última columna -en estos tiempos azarosos- en diario Expreso. Agradezco infinitamente a su director, Galo Martínez Leisker, por su apertura, su confianza y su amistad. Y a todos los lectores que gentilmente me acompañaron los martes. Ha sido un privilegio poder opinar con absoluta libertad y un honor contar con los lectores de este gran Diario. Mis nuevas labores en Ecuavisa me obligan a hacer un receso. Mil gracias a todos.