Columnas

La guerra en Guayaquil

Su capacidad mortífera puede ser menguada; pero el actual gobierno, por voluntad que tenga, tendrá que administrar el tiempo que el país perdió

De nuevo se militariza Guayaquil y ahora el presidente Lasso cambió a la comandante general de la Policía: Tanya Varela fue reemplazada por el general Carlos Cabrera Ron. Es lo que tenía que hacer el presidente, presionado por los acontecimientos. Es claro, no obstante, que son paliativos. Y no se trata de ver en bola de cristal sino de hacer conciencia del tiempo que el país ha perdido para encarar estructuralmente este tipo de amenazas.

Ecuador lleva décadas de atraso sobre los fenómenos delincuenciales que padece. Y sobre sus consecuencias. Hay allí factores culturales y decisiones políticas que se han juntado para negar realidades o para disfrazarlas, mientras se permitía que el narcotráfico tomara cuerpo: es lo que hizo el correísmo.

Negar el problema no solo fue la primera salida: sigue siendo la actitud mayoritaria en la población y en buena parte de la prensa. Considerar que el país es víctima de sus vecinos y de mafias que arreglan aquí sus cuentas sin que Ecuador ponga lo suyo en un fenómeno que es mundial. El correísmo hizo algo peor: desaparecer el problema. Cerró la Base de Manta, abrió el país a las mafias internacionales, liberó mulas y convirtió el tráfico de estupefacientes en cacería a los vendedores de esquina; en Guayaquil en particular. Las redes se instalaron y las pandillas ligadas a carteles internacionales se expandieron. Ecuador perdió más de una década y nada aprendió, en términos institucionales ni de seguridad, de las tragedias que sufrieron y sufren Colombia y México.

El resultado es lo que hay. Un Estado que de nuevo corre a apagar incendios, que vuelve a usar artilugios como sacar militares a la calle; ciertamente espectaculares, pero poco efectivos. Los casos de Colombia y de México muestran que pocos actores pueden generar olas de inestabilidad, violencia e incluso terror. Y que para neutralizarlos el Estado requiere una altísima colaboración internacional, mucha tecnología, mucho dinero e inteligencia policial. Eso no se logra de la noche a la mañana y la colusión del correísmo con ese flagelo agravó, en forma radical, el rezago que hoy paga sobre todo Guayaquil.

Ecuador no solo tiene una vasta costa apetecida por los carteles para sacar la droga a sus mercados. Tiene otras características que lo han convertido en un punto estratégico del narcotráfico en la región. Dos principalmente. Una: el entusiasmo de algunos sectores por el dinero fácil; y hay más dinero del narcotráfico en la economía del que usualmente se admite. Dos: la extrema pobreza. Desde hace décadas militares y policías, fiscales y jueces saben que en ciertos sectores del país -Esmeraldas por ejemplo- parte de la población más pobre participa en el tráfico de drogas sin saber, en casos, que están cometiendo delitos. En este capítulo emerge la gran deuda del socialcristianismo en Guayaquil donde, a pesar de sus casi tres décadas de gobierno, se mantiene un enorme porcentaje de la población en niveles de pobreza extrema. La realidad del narcotráfico ha desnudado la fragilidad del promocionado modelo exitoso.

En los hechos, el narcotráfico y su monstruosa realidad ha destruido algunos mitos que el país ha cultivado. Creer que su estela de violencia y corrupción desaparecerán por encantamiento es sembrar vanas ilusiones. Esa desgracia, por las montañas de dinero que mueve, llegó para quedarse. Su capacidad mortífera puede ser menguada; pero el actual gobierno, por voluntad que tenga, tendrá que administrar el tiempo que el país perdió.

Ecuador no será como antes: Colombia y México están ahí para probarlo.