Premium

La guerra de la desesperanza

Avatar del José Hernández

Es iluso, en ese sentido, creer que la solución está en sacar militares a la calle. O que se puede extirpar ese flagelo con bisturí’.

Cada día, los reporteros suman casos al número de muertos producto del narcotráfico. Las estadísticas son espeluznantes y dicen que, en promedio, cada cuatro horas, un ecuatoriano es asesinado y que el mayor porcentaje de esas muertes es por sicariato y se produce en los cantones de Guayaquil, Samborondón y Durán. 

Ahora esas cifras llegan con un lamento por parte de esos mismos reporteros que, en sustancia, dicen: a pesar de los controles efectuados por la Policía y las Fuerzas Armadas en las calles, la lista de asesinados se alarga sin remedio. Así es. Ecuador está, de pronto, ante un reguero de muertos, como consecuencia de un fenómeno que se instaló lentamente y lleva décadas. Los organismos de inteligencia saben que el mapa del sicariato arrancó por San Lorenzo, La Concordia, Manta, Santo Domingo, Quevedo, antes de convertirse en la pesadilla que es hoy en Guayaquil. Ya en 2010 el país había recibido grupos de expertos franceses y colombianos que habían hecho sus recomendaciones. Entre otras, la creación de brigadas de inteligencia, de unidades especializadas de investigación, el uso de chalecos con el número de placa para los motociclistas y la creación de fiscales y jueces sin rostro. Una medida que se tomó en Colombia y que luce inevitable a la luz de la capacidad de disuasión sin límite que tienen los narcos: si no corrompen a aquellos que los investigan, no vacilan en chantajearlos o asesinarlos.

Ecuador, a pesar de décadas que lleva lidiando con narcos y sicarios, luce desguarnecido y sorprendido por lo que vive. Como si esa realidad la hubiera visto en telenovelas y solo fuera imputable a Colombia y a México. La información dada por el presidente Lasso, sobre la ausencia total de radares en Manabí y Santa Elena, ratificó la sospecha según la cual hubo connivencia del correísmo y su gobierno con ese fenómeno criminal. Sospecha que se afincó desde la eliminación de la Base de Manta en julio de 2009.

El país no imagina la capacidad destructiva que tiene el narcotráfico. La posibilidad de corrupción que tiene para comprar autoridades, policías, militares, políticos, jueces, fiscales, abogados, periodistas, funcionarios… El raudal de dólares es de tal volumen que los narcos pueden pensar en crear un Estado paralelo y subterráneo a su entero servicio. Lo que no compran y necesitan, buscan obtenerlo con sus ejércitos de sicarios o abogados que no vacilan en amenazar, chantajear y aterrorizar.

El narcotráfico no solo se lleva por delante las instituciones que, en países como Ecuador, son endebles. La pobreza y el ansia de dinero fácil son aliados naturales suyos para comprar conciencias. Sus sicarios son jóvenes de barrios populares atrapados por la marginación, la desesperanza y el no-futuro. Otros sencillamente sucumben ante la promesa de dinero fácil y rápido, a pesar del peligro inminente que representa entrar en tráfico de drogas, en el cual la posibilidad de morir, o tener que asesinar, hace parte del negocio.

Ecuador vive hoy en grado sumo ese problema que ningún país ha solucionado; problema que se agrava porque no solo concierne el tráfico de drogas y la guerra en su territorio de mafias nacionales atadas a carteles internacionales: también afecta, por el consumo, a parte de su población. Es iluso, en ese sentido, creer que la solución está en sacar militares a la calle. O que se puede extirpar ese flagelo con bisturí.

Mientras las drogas sean un negocio ilegal y millonario, solo hay estrategias de contención para reducir sus consecuencias nefastas: proteger las instituciones, salvaguardar la Justicia, limitar la violencia, perseguir a los corruptos…