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Así nunca cambiará el país

Avatar del José Hernández

"¿Y por qué no cambian los políticos? Porque ellos son los representantes del pueblo. De ahí son, de ahí salen… No son mejores ni peores: son iguales"

Aquí se dijo que el país cambiaría cuando tocara fondo. Hasta que aquellos que así pensaban se dieron cuenta de que el fondo tiene otro fondo. Y otro… Porque siempre se puede estar peor. Siempre se puede caer más bajo.

¿Y por qué el país sigue condenado a bailar en la misma baldosa? Porque los políticos no cambian. Es una respuesta que se oye, que se reitera. Ellos nutren esa cultura que reproduce y agrava los problemas: diagnósticos en vez de soluciones, visión chata, cinismo, ineficiencia, centralismo, corrupción…

¿Y por qué no cambian los políticos? Porque ellos son los representantes del pueblo. De ahí son, de ahí salen… No son mejores ni peores: son iguales. Es otra respuesta que se oye, que se repite. Que lleva al círculo vicioso.

Quebrar el ‘statu quo’ es, entonces, una exigencia. Se lee, se siente en un país que, con la pandemia, suma más pobreza, una crisis sanitaria, una quiebra visible de sus finanzas y una bancarrota moral sin precedente. ¿Qué hacer si las preguntas llevan a las mismas respuestas y si los actores sociales y políticos reinciden en sus roles que provocan bloqueo? Quizá habría que cambiar las preguntas. Trastocar los guiones. Intentar coger a contrapié a los fabricantes del estancamiento.

¿Quién hace las preguntas? ¿Quién las reformula? ¿Quién se sale del libreto? El periodismo tiene que hacerlo. Es su tarea. Por eso, y aunque no parezca, el periodismo es, tiene que ser, disruptivo. Y también la academia, cuya tarea es, debería ser, aportar nuevas preguntas y nuevas respuestas. Pero, claro, se dirá que si el país no anda bien, la academia no puede ser la excepción. Y así es. La academia también perdió sus papeles. Su capacidad de interpretar la sociedad. De dar luces sobre sus procesos. De incorporar ideas a la conversación pública. De contribuir a crear masa crítica en la opinión. Perdió capacidad de convocatoria y, sobre todo, su papel de referente.

Nadie, por supuesto, está pensando en ese tipo de intelectual, salido del molde sartriano, que se concebía como el gran sacerdote, capaz de legitimar con su palabra los procesos sociales y políticos y señalar el rumbo de la historia, con H. Esa visión está archivada. Pero queda el papel del intelectual que ayuda a entender, a prever y comprender los peligros que se ciernen sobre la sociedad, a centrar sus retos, a otear el futuro… Y que, en función de todo eso, formula preguntas y arriesga respuestas. Queda el intelectual que incomoda, que alerta, que critica, que huye de los lugares comunes y de las fórmulas elementales, que vuelve complejo lo que parece simple.

La academia y el periodismo no están jugando ese papel. Tras los grandes mitos, las visiones maniqueas del bueno y el malo, la oligarquía y la dictadura del proletariado, los bloques geopolíticos de la guerra fría; tras el refrito del socialismo siglo XXI, hay penuria de ideas. Ahora hasta los intelectuales (y también el periodismo) se conforman con lo mínimo para interactuar en el espacio social y político: los epítetos o esos arquetipos primarios con los cuales el país real cree poder construir el futuro: “la vicepresidenta es una buena mujer”, “Otto es joven y fresco”, “Lasso solo es un banquero”, “No hay que criticar a Lenín porque vuelve Correa”…

El país sí tiene salida, a condición de romper con otras preguntas el ‘statu quo’ que lo mantiene estancado. Y para ello se necesita que el periodismo y la academia asuman su rol disruptivo, que no entienden la mayoría de los políticos y el establecimiento acomodado. Para ellos, y para desgracia de todos, periodistas e intelectuales tienen que ser funcionales.