La guerra que Lasso no imaginó

El presidente parece ser consciente de que tiene que aportar cambios a su política de comunicación que, si se piensa en términos estratégicos, es inexistente.
“Cada gobierno tiene su personalidad. Y la personalidad de este gobierno es la eficiencia. Comunica con hechos, no con palabras”: Guillermo Lasso respondió así, en la entrevista con el portal 4P, la pregunta de si su gobierno toca la misma partitura y comunica suficientemente con el país. La diferencia es abismal con el correísmo que quería que el país viera una refinería en un peladero. Rafael Correa y Vinicio Alvarado concebían la comunicación como una operación de propaganda orientada a dar por hecho percepciones construidas.
La respuesta del presidente no resuelve, sin embargo, el enigma que involucra la comunicación política, que está lejos de limitarse solo a aquello. Guillermo Lasso se encuentra, en efecto, con un país instalado en una encrucijada. Estos son algunos de los elementos: un país sobreideologizado que sale, además, de 10 años de catequización continua proferida por el correísmo. Un país descreído y presa fácil del caudillismo y las promesas ditirámbicas del populismo. Un país en crisis económica y profundamente afectado por la pandemia. Un país que prefiere un manojo de deseos a sus crudas realidades. Un país que cree que el éxito es producto de milagros repentinos y no de procesos disciplinados de trabajo. Un país donde la política se ha convertido en oficio carroñero contenido en la máxima “quítate tú para ponerme yo”.
¿El país, en esas circunstancias, puede ser convencido con hechos? Es lo deseable. ¿Pero puede ser convencido solo con hechos? No, y el presidente parece ser consciente de que tiene que aportar cambios a su política de comunicación que, si se piensa en términos estratégicos, es inexistente. También es consciente de que debe ampliar la paleta de voceros que, por ahora, en el caso de Carondelet, se limita a Eduardo Bonilla, secretario de Comunicación. En realidad, el dilema del presidente no está solamente en comunicar más. O en tener más voceros. Está en generar una ruptura visible y radical con el statu quo. Una tarea que solo el presidente puede asumir a cabalidad. Sin esa ruptura, que debe ser ostensible para que pueda ser leída en forma correcta por los ciudadanos, no se producirá el cambio al que aspira para que el país ponga los relojes a la hora.
Un ejemplo lo aclara: el código laboral. Sin un cambio de 180 grados, será imposible que 5,5 millones de ciudadanos puedan siquiera pensar en encontrar un empleo formal. El presidente lo sabe y por ello habla de tener dos códigos laborales. Uno, que data de 1938, y que protege a los 3 ecuatorianos sobre 10 que tienen un empleo. Otro, que contemple todas las posibilidades dictadas por la realidad, para los ciudadanos que carecen de trabajo. Es claro que se trata de una ruptura cultural que requiere, para producirla, algo más que hechos, como dice el presidente. Resultaría insuficiente solo enviar el nuevo código a la Asamblea Nacional. Cambios como ese necesitan una masa crítica favorable y decidida a defenderlos.
El gobierno tendrá, por ejemplo, que hablar con los desempleados y convertirlos en los nuevos interlocutores del nuevo marco laboral. Hablar también a la opinión del mundo mutante que los viejos sindicalistas se niegan a ver. En definitiva, para generar ese hecho y otros, y que el país los asuma, el gobierno necesita dar forma al relato del cambio que propone, que el gabinete lo comparta y que todos lo comuniquen.
El actor principal de la obra en escena es sin duda alguna el presidente y en el guion es claro que no habrá cambio si, con hechos y palabras, él no puja, igualmente, por sacar al país de relatos propios del subdesarrollo político.