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Contra la interpretación

Avatar del Joaquín Hernández

El error de nuestra época es creer a la vez, ingenua y autoritariamente, que su interpretación es la única válida.

Cuando se publicó en 1912, la novela de Thomas Mann, Muerte en Venecia, los críticos entendieron que estaban frente a una metáfora de la crisis de la situación de la cultura europea del siglo XIX.

La Guerra que estallaría en 1914 por motivo más o menos fútil -pasó un mes para que el imperio austrohúngaro reclamase por la muerte del archiduque Francisco Fernando, que no era un personaje muy apreciado ni por el mismo emperador Francisco José-, mostró su espantoso poder destructivo gracias precisamente a los avances de la ciencia, la industrialización y el orden racional que había imperado durante décadas.

Una guerra como la que se desencadenó en agosto de 1914, que pulverizó imperios y condenó a muerte a millones de hombres, resultaba tan impensable como una peste que se desencadenase súbitamente en Venecia, la ciudad del arte y de la belleza. En este sentido, Mann habría advertido la profunda crisis de la cultura europea.

Por lo demás, las características de la presencia de la peste eran las mismas que otros autores han referido: su aparición momentánea, el silencio de las autoridades, la eliminación de los primeros cadáveres para no dar pánico, la censura por miedo a perder negocios y poco a poco, la huida de los turistas, como efectivamente ocurrió en los últimos días de julio de 1914, cuando la guerra dejó de ser rumor y se volvía realidad.

Pero también la obra de Mann fue leída como una clave contemporánea del drama de Fausto, de Goethe. Es el intelectual, el sabio, el científico que vive su crisis de madurez y no quiere morir; busca la eterna juventud. Y para ello, rechaza el mundo racional que ha sido su razón de ser y pacta con Mefistófeles, esa eterna juventud que lo llevará a cometer engaños, asesinatos.

Puede haber otras interpretaciones de este texto o de otros. El error de nuestra época es creer a la vez, ingenua y autoritariamente, que su interpretación es la única válida. La riqueza de la obra de arte reside en la complejidad de significaciones que suscita y no en la pobreza de una interpretación.