La línea imaginaria

La línea imaginaria entre corrupción y legalidad, o entre economía formal e informal, es la línea de la legalidad, de la legislación
Debe haber sido hace una década que recibí la más furibunda crítica por un artículo que escribí. Debo haber sido más necio con menos años para seguir con esto de publicar columnas.
La tesis del artículo que causó desazón era que los dólares que se iban en corrupción podían ser absorbidos por la formalidad. Que aquellos incentivos perversos que hacen que instituciones y recursos del Estado se distraigan, podían convertirse en incentivos con los que nos sintamos cómodos dentro de esas mismas instituciones. Por ejemplo: en vez de pretender del presidente del comité de contratación de una institución pública que adjudique un contrato multimillonario recibiendo un sueldo de un par de miles de dólares al mes, es legalmente posible modificar su paquete salarial para que gane lo que correspondería a ese nivel de responsabilidad. Y cereza sobre el pastel: que lo cobre cuando el contrato se haya ejecutado a satisfacción.
Si podemos llegar a un acuerdo operativo como ese (¿no somos nosotros mismos quienes definimos qué es legal y qué es ilegal a través de nuestros representantes políticos?), seguramente podemos convenir que no es demencial el consejo de nuestros vecinos colombianos: también se justifica ver por qué más y más gente se va a la informalidad del narco y cómo traerla de vuelta a la economía formal.
La narcoeconomía no es otra cosa que una forma de corrupción de la economía. Por eso es que muchos países han decidido legalizar el consumo de ciertas drogas, su producción u otras medidas similares para jalar hacia la economía formal negocios, actividades e instituciones que se le escapan. No tengo una opinión formada sobre la legalización de las drogas que hoy son ilegales. Pero sí me convenzo cada día más de que las opiniones visibles en la opinión pública sobre corrupción y sobre narcotráfico no han sido prácticas. Quejas y gritos al cielo con argumentos morales, sobre valores, o sobre los efectos de las drogas u otros vicios, solo hacen tabú la posibilidad de debates más amplios y ricos. Por no propiciar conversaciones verdaderas, sino quejas y opiniones viscerales, no hemos resuelto nada en esos dos temas.