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Jaime Antonio Rumbea | Imperiales

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La pregunta no es si eso es posible. Es si estamos siquiera dispuestos a pensarlo

¿Y si el problema no fuera la mercancía, sino la narrativa que la acompaña? El narcotráfico suele presentarse como una anomalía histórica, un quiebre moral sin precedentes. Pero la historia confirma otra cosa: muchos de los bienes o servicios hoy aceptados atravesaron largos periodos de sospecha, prohibición y condena.

El Imperio británico no dudó en organizar su expansión comercial alrededor del opio. El café fue visto como una sustancia peligrosa antes de convertirse en hábito civilizado. El alcohol osciló entre la prohibición y la fiscalización hasta que alguien le consiguió, llenándose los bolsillos, su lugar institucional. En todos los casos, la sustancia importaba menos que si había algún poder capaz de normalizarla, de controlar sus indudables beneficios económicos.

Nada de esto equivale a minimizar la violencia, el daño social ni la degradación institucional que hoy acompañan a las economías ilegales: también el opio, la esclavitud, la inquisición o el alcohol que por estos días corre como ríos produjeron -o producen- sus daños. La moralización por sí sola, nunca ha sido una estrategia eficaz en esto. Europa y Estados Unidos lo viven ahora, cuando estos mercados dejan de ser un problema periférico y se instalan dentro de sus propias fronteras. Se apropiarán ellos de los beneficios o primero lo harán nuestros países y economías?

Queda entonces una pregunta más incómoda: ¿quién define qué comercio es aceptable y cuál es intolerable?

En América Latina, la respuesta suele estar en élites formadas culturalmente bajo parámetros europeos y estadounidenses, que replicamos sin mayor reflexión las categorías morales de los antiguos centros de poder.

Condenamos aquello que nunca pudimos -o supimos- gobernar estratégicamente.

Tal vez el límite no sea ético, sino mental. Cambiar la narrativa dominante implica revisar la herencia intelectual de la colonia, o de nuestros pequeños negocios, si los vemos frente al potencial imperial del narco, hoy evidente. Esto resulta mucho más difícil que desplegar policías o aprobar leyes. La historia muestra que los órdenes duraderos no se imponen solo prohibiendo, sino integrando y regulando lo que antes se rechazaba.

La pregunta no es si eso es posible. Es si estamos siquiera dispuestos a pensarlo.