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‘Vox populi’, ¿‘vox Dei’?

"En el orden práctico, si queremos que las decisiones de los electores sean más críticas, debemos elevar el nivel de la discusión política para que nuestras democracias dejen de ser remedos disfuncionales"

Fue Hesiodo quien en su poema El trabajo y los días, ocho siglos antes de Cristo, expresó la frase citada, la misma que subsiste hasta nuestros días. Es una exclamación favorita de los políticos que con este apoyo retórico buscan justificar su accionar, y es tema recurrente en el verbo de incontables analistas que la usan como un atajo conveniente para explicar sus conclusiones de tal o cual curso de la historia. Personalmente me ubico entre quienes tienen alto respeto por el Segundo Mandamiento de la Ley Mosaica, y por ello prefiero guardar distancia de cualquier proclama que reclama la intervención de la divinidad en los quehaceres de los humanos.

No hallo explicación de intervención divina en el hecho de que los alemanes, un pueblo proverbialmente culto, hayan caído por los nazis en su intento de conquistar el mundo. En el otro extremo están nuestros pueblos que, como en el caso de Venezuela o Nicaragua, han caído conscientemente bajo las garras del populismo de izquierda que se nutre de las promesas de la redención social y económica, basándose en el revanchismo de clases. Es una expresión de la Condición humana, de Malraux, que hoy sustenta el discurso y las acciones de los “chalecos amarillos”, cuya consigna es la de destruir la institucionalidad de Francia, y en las propuestas del ala “progresista” de los demócratas que aspiran a conquistar el poder político como reacción a la perfidia de Trump.

Es sencillo explicar la desigualdad en función de que alguien se ha llevado la riqueza quitándosela a los desposeídos. La promesa de la redención material tiene un encanto especial que seduce a las masas y las guía cual Flautista de Hamelin por donde los quiere llevar, normalmente terminando en la tragedia de los comunes, en la desesperanza y muchas veces, en mayor resentimiento. Espetar, como lo hace Maduro, que el colapso de la generación eléctrica en Venezuela es causado por invisibles rayos electromagnéticos que funden el cerebro, es de esperarse. Pero cuando esta protesta adquiere ribetes de intelectualidad, surge la teoría de la dependencia que, al ser analizada, no representa más que un rosario de las razones imaginarias que explican nuestro subdesarrollo.

En la teología cristiana Dios es un ser que representa el bien, y el libre albedrío impone una secuencia de causalidad que contradice el dogma. La historia de la humanidad no se reconcilia con la intervención del Ser Supremo quien, según la célebre frase de Einstein, “no juega a los dados”, con lo que implicó que inclusive Dios está sujeto al Principio de la Incertidumbre que domina la física cuántica, y por ende, se mantiene alejado de los temas de la Creación.

En el orden práctico, si queremos que las decisiones de los electores sean más críticas, debemos elevar el nivel de la discusión política para que nuestras democracias dejen de ser remedos disfuncionales en los que los presidentes son electos por su apariencia, sus discursos opacos y desposeídos de intencionalidad alguna, y sus acciones, una vez electos, contradicen los discursos y promesas de campaña. Las legislaturas deben ganar en representatividad, alejados los procesos de listas empaquetadas con obsecuentes sirvientes que hacen bulto sin redención en el choque de las ideas que debe sustanciar el debate político. La administración de justicia debe estar integrada por personas idóneas, conocedoras del Derecho, sujetas al imperio de la ley, y que den el mejor ejemplo con su propia conducta.

¿Cuán lejos estamos de tener democracias pensantes? Obviamente las circunstancias difieren entre países y sistemas, pero me atrevo a decir que la mejor respuesta al interrogante de esta columna, ¿vox Dei?, es un rotundo “No”.