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Imaginemos un mundo sin capitalismo

Los Estados eliminan los impuestos personales y a las ventas, y solamente gravan las ganancias corporativas...

Los anticapitalistas tuvieron un año pésimo. Pero el capitalismo también. Si bien la derrota del Partido Laborista de Jeremy Corbyn en el Reino Unido le restó impulso a la izquierda radical, particularmente en Estados Unidos (donde ya están cerca las primarias para la elección presidencial), el capitalismo recibió críticas desde lugares insospechados. 

Milmillonarios, ejecutivos empresariales y hasta la prensa financiera se han unido a intelectuales y líderes comunitarios en una sinfonía de lamentos por la brutalidad, insensibilidad e insostenibilidad del capitalismo rentista. La imposibilidad de seguir haciendo negocios igual que siempre parece ser una idea muy difundida, incluso en las juntas directivas de las corporaciones más poderosas. Cada vez más presionados, y justificadamente culposos, los ultrarricos (al menos los razonables) se sienten amenazados por la aplastante precariedad en la que se está hundiendo la mayoría. Como predijo Marx, forman una minoría con poder supremo que se muestra incapaz de dirigir sociedades polarizadas que no pueden garantizar una existencia digna a quienes no poseen activos. Los remedios propuestos van de insignificantes a ridículos. 

Las voces que se alzan para pedir un capitalismo más amable son solo modas pasajeras, sobre todo en la realidad posterior a 2008, que dejó claro que megaempresas y megabancos tienen el control total de la sociedad. A menos que estemos dispuestos a anular la creación de 1599, la acción negociable, no habrá cambios apreciables en la distribución actual del poder y la riqueza. Imaginemos que las acciones fueran como un derecho a voto, que no se puede comprar ni vender: el personal nuevo de las empresas recibirá una única acción por persona que garantiza el derecho a emitir un único voto en elecciones abiertas a todos los accionistas, en las que se decidirán todos los asuntos de la corporación, desde cuestiones de gestión y planificación hasta distribución de ganancias netas y bonificaciones. 

De pronto, la distinción entre ganancias y salarios ya no tiene sentido, y a las corporaciones se las baja a un nivel que estimula la competencia en el mercado. A cada persona que nace, el banco central le otorga automáticamente un fondo fiduciario (o una cuenta personal de capital) donde periódicamente se deposita un dividendo básico universal. Al llegar la adolescencia, el banco central añade una cuenta corriente gratuita. Los trabajadores cambian de empresa con total libertad, llevándose consigo el capital de su fondo fiduciario, que pueden prestar a la empresa para la que trabajan o a otras. Como no hay necesidad de turbopotenciar las acciones con la emisión de capital ficticio a gran escala, las finanzas se vuelven deliciosamente aburridas (y estables). 

Los Estados eliminan los impuestos personales y a las ventas, y solamente gravan las ganancias corporativas, la tierra y las actividades perjudiciales para el bien público. Pero ya hemos soñado suficiente. La idea es sugerir las posibilidades maravillosas de una sociedad realmente liberal, poscapitalista, tecnológicamente avanzada. Los que se niegan a imaginarla serán esclavos del absurdo que señaló mi amigo Slavoj Zizek: tener más facilidad para concebir el fin del mundo que para imaginar la vida después del capitalismo.