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Columnistas internacionales: El comercio como herramienta para acuerdos climáticos

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Los dos tratados funcionan porque crean una retroalimentación positiva: cuantos más países se incorporan, más aumenta la presión sobre otros

A un observador casual de la reciente Conferencia de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP28) en Dubái se le podrá perdonar si le atribuyó mucha importancia al evento. El secretario general, António Guterres advirtió: “Estamos al borde de un desastre climático, y esta conferencia tiene que ser un punto de inflexión”. Cuando se llegó a un acuerdo final, el ministro canadiense de medioambiente Steven Guilbeault celebró el logro de “compromisos innovadores con la energía renovable, eficiencia energética y transición al abandono de combustibles fósiles”. Ni el contenido del acuerdo de Dubái ni lo que quedó fuera tendrán mucho impacto sobre el cambio climático. Los compromisos voluntarios han resultado mayoritariamente vanos. No insinuamos que todas estas advertencias sobre riesgos climáticos y la necesidad de actuar sean desacertadas. Somos economistas que hemos dedicado décadas a estudiar el cambio climático y sabemos que quienes se oponen a una respuesta significativa han usado muchas veces una parte de la bibliografía económica a su favor. Como señalamos en un informe reciente para el Institute of Global Politics, los modelos económicos con los que se pretende identificar políticas ‘óptimas’ para el clima suelen subestimar sistemáticamente los beneficios de la reducción de emisiones y exagerar los costos. Y los economistas se han dejado fascinar por una única solución (impuestos al carbono); eso ha llevado al error de afirmar que el modo más eficiente de reducir emisiones es ponerles precio. En realidad, los numerosos fallos de mercado que impiden una transición veloz y equitativa a la neutralidad de carbono ponen de manifiesto la necesidad de apelar a una diversidad de políticas (incluida la fijación de precio a emisiones). En vez de dar tanta importancia a conferencias internacionales que demandan apoyo unánime, no imponen responsabilidades y al final tienen poco efecto sobre las emisiones, deberíamos dirigir nuestras energías hacia la negociación de acuerdos que puedan lograr transformaciones en unos pocos sectores económicos cruciales. Ya se sabe que esta clase de selectividad funciona. Basta pensar en el Protocolo de Montreal, que protege la capa de ozono estratosférica, o en el Convenio internacional para prevenir la contaminación por los buques (Marpol). A diferencia de los compromisos voluntarios de las COP, estos dos tratados crearon obligaciones vinculantes que se pueden hacer valer a través del comercio internacional. La Enmienda de Kigali al Protocolo de Montreal incluye una medida comercial diseñada para crear un efecto de retroalimentación positiva en cuanto se haya llegado a un umbral crítico; la estructura hace que a cada país por separado le convenga la ratificación. Para tener éxito, los acuerdos internacionales sobre el clima tienen que ser compatibles con las estrategias económicas de los diversos países, en particular los de menos ingresos. Los compromisos voluntarios y las metas aspiracionales no funcionan. Para que el mundo esté más cerca de alcanzar los objetivos del acuerdo de Dubái (una transición veloz y equitativa a la neutralidad de carbono), los acuerdos climáticos tienen que apuntar a determinados sectores individuales; hay que poner el cumplimiento de las obligaciones como condición para acceder a los mercados; y no olvidar el principio de que en las negociaciones internacionales, los países ricos y pobres tienen un papel compartido pero diferenciado. Entonces, las futuras COP podrán dedicarse a resolver otros temas importantes, en vez de buscar la combinación exacta de palabras huecas para que todos estén de acuerdo.