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Bernardo Tobar: Doble rasero

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(...) El montaje es altamente ofensivo en un templo que sigue exhalando su tradición y propósito fundacional

En la antigua capilla del Hospital San Juan de Dios, el más antiguo en estas tierras, han escenificado la obra “Aristócratas: crónicas de una marica incómoda” que, como su nombre sugiere, fue una mariconada en toda regla, según sus propios reseñadores. La fecha de la función la volvió preámbulo de las fiestas capitalinas a instancias del inefable Pabel, ¡quién, si no!, que añadió la guinda en el pastel cargándose la tradicional serenata, lo poco que quedaba de sal quiteña en las insípidas celebraciones.

Se han indignado la Arquidiócesis, grupos católicos y voces sin credo pero con sentido común. Con razón, pues el montaje es altamente ofensivo en un templo que sigue exhalando su tradición y propósito fundacional. La desacralización puede haber borrado formalmente su rango litúrgico, pero perviven su alma cristiana, los ecos de la oración por los enfermos y desvalidos, el clamor de la agonía existencial, efluvios hoy contaminados por los alaridos histéricos de la transgresión, altares jubilados y reducidos a mero telón de fondo de club de ambiente o teatro drag. Sin embargo esta, con toda su gravedad, es la polémica superficial. No se trata de inocentes desubicados propagando ideología de género en el primer museo que se les cruzó por el camino, sino de activistas que apuntaron, con complicidad edilicia, a escenificarla donde más doliera a la parroquia de la otra orilla.

 ¡Ah, y el doble rasero! Quienes defienden esta disidencia “queer” beben de las mismas fuentes ideológicas y sociales que acabaron con las corridas de toros. Entonces no hubo lugar para la diversidad: manipularon una consulta para imponer su visión. Retrocedimos a los tiempos en que la herejía se prohibía por ley; solo cambió el signo del dogma. No se trata de defender el valor intrínseco de la tauromaquia o de cualquier otra expresión cultural ni de criticar guiones inspirados en el iconoclasta Lemebel, que gustos hay para todo, sino de afianzar un elemental principio de respeto y tolerancia al que piensa distinto y a sus espacios simbólicos, al que profesa otra creencia o ninguna, al que asiste a la plaza a ver una corrida porque le encaja, lo mismo que le encaja la marica incómoda a quien le encaje y donde le encaje, hagan o no minoría.

La libertad de unos termina donde empieza el derecho de otros y los activistas de marras, incluido su alcalde complaciente, hace rato cruzaron los límites.