Bernardo Tobar Carrión | Trazado de la idiosincrasia

El solo hecho de que exista un permiso previo para ejercer un derecho que ya se tiene es la peor forma de servidumbre
Quizás el clásico ejemplo del proceso mental vernáculo está en la señalización de la carretera Quito-Santo Domingo y sus controles. Está la línea continua en tramos rectos en los que rebasar sería natural y seguro, pero la han puesto ahí con precisión deliberada para forzar la infracción y cobrar el peaje de rigor, el que no va a las arcas públicas. Y está un límite absurdo, como sabe cualquiera que ha circulado por el prolongado tramo con velocidad máxima de 60 km/h que se extiende lo mismo en rectas que en curvas, haciendo inevitable la transgresión para activar, como no podía ser de otra manera, el peaje de rigor. Y cuando no hay límite idiota de velocidad ni línea tramposa, aparece de la nada el rompe velocidades, porque en la parroquia la costumbre es ponerle un obstáculo a cada solución. Pavimentan una vía para hacerla, se supone, más fluida y segura, y la inauguran sobre un chapa acostado, monumento omnipresente a la tara colectiva.
Este patrón se repite en la mayoría de interacciones del súbdito, personaje común y corriente, con el perdonavidas representante del poder que atiende la ventanilla pública -cuando la atiende-, a la que han tenido el cinismo de llamar en algunas dependencias “balcón de servicio”, cuando el solo hecho de que exista un permiso previo para ejercer un derecho que ya se tiene es la peor forma de servidumbre. Por ejemplo, fulano de tal vive bajo la ilusión de que tiene una propiedad garantizada por la Constitución y regida por el Código Civil, pero la realidad es que no puede dividirla, venderla o edificar sobre ella si no tiene el permiso municipal, que tarda siglos. Ahí se presenta el ciudadano necesitado del beneplácito oficial para lo que sea, que los hay para todo, hasta para morirse, e inicia el calvario, un laberinto indescifrable de normas y controles ideados con la misma lógica vial de la línea continua, el radar oculto, el muro atravesado. Amén, naturalmente, del peaje de rigor.
Cada silo burocrático multiplica trámites sin coordinación alguna y pensando en su supervivencia parasitaria, no en el administrado. Todo esto determina que el ciudadano común, desprovisto de un ejército de contables, administrativos, tinterillos y místicos para desentrañar el significado oculto de las normas, tenga más probabilidades de coronar un palo ensebado que de cumplir a tiempo y por derecho un trámite ordinario.