Bernardo Tobar Carrión | El mural

Si esta obra disgusta a unos cuantos, aunque formasen mayoría coyuntural, no es el fondo de la cuestión
Imagino a Guayasamín en trance frente a un lienzo en blanco, descomunal, al que empieza a tantear con trazos amplios como los vuelos de un capote, febriles por izquierda, por derecha, hasta que ya consciente del alma de la posante que le desafía, la atrapa, la descifra y la va cromando, corriendo la espátula como si cada empasto fuera un muletazo hondo y justificado en su autonomía expresiva, el duelo inicial de miradas, de pintor y modelo, elevado a baile sincrónico, armonía de luz y sombra, revelación y secreto. Guayasamín no retrataba con colores, sino con el dolor, el clamor y la esperanza.
Hace poco vi una faena con duendes de Morante y presencié similar paroxismo creativo, la cita con lo indómito, la emoción estética perfilada con muletazos quedos, el cortejo de la vida con la muerte, la embestida violenta que se acompasa con el temple de la angustia existencial y los pies clavados al destino, plasmando sobre la tela inasible del recuerdo un misterio de belleza sublime.
Hay quien no entiende la obra de Guayasamín, y en esta época descastada, rendida a modas advenedizas, mucho menos habría respetado su afición taurina, que era parte de la pasión común a todo estrato, identidad falseada y mutilada por una consulta bastarda y maniquea que hizo de Quito una urbe anodina. Las manifestaciones de la tradición y la cultura no deben ser jamás materia de mayorías anulatorias, error a evitar ahora que, por algún peregrino globo de ensayo, se ha colado en el debate público una corriente que cuestiona el mural de este artista en el hemiciclo legislativo. Si esta obra disgusta a unos cuantos, aunque formasen mayoría coyuntural, no es el fondo de la cuestión, sino preservar la historia, especialmente en las facetas que nos incomodan e interpelan. No madura una sociedad inclinada a rehacer el ayer cada vez que soplan vientos nuevos.
El mural de Guayasamín, al igual que las corridas de toros de las que era aficionado radical, retratan desde su perspectiva -¿qué artista no expresa la suya?- la raigambre nacional, la riqueza y contradicciones del mestizaje, la vocación libérrima que sufragó Quito con la sangre de sus próceres. La cultura no se consulta; se genera espontáneamente a través de los siglos, respetando y tolerando la diversidad de fuentes auténticas que la nutren. Quien no la aprecia siempre tiene la libertad de mirar para otro lado o no asistir a la plaza.