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Roberto Aguilar | Cuando lo noten, será tarde

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Al calor de la resistencia contra el correísmo, esa derecha dio la impresión de preocuparse por la democracia

Entre octubre de 2019 y agosto de 2025 hay una trágica equivalencia.

La ilusión de que la resistencia al despotismo de Correa (un gobierno sin independencia de poderes: una dictadura, en los hechos) había producido una nueva izquierda, democrática y antiautoritaria, se desvaneció en octubre de 2019, cuando el extremismo mariateguista de Leonidas Iza recibió el respaldo unánime de toda la tendencia. Incluso aquellos que habían sido perseguidos se unieron a este nuevo proyecto que predica y practica la violencia para tumbar la democracia. Quedó claro que no era la lucha contra el autoritarismo lo que los había movilizado contra Correa sino el hecho de que ese autoritarismo, por vaivenes políticos que en el fondo carecen de importancia, había dejado de ser el suyo. Porque la izquierda ecuatoriana, da pena decirlo, no cree en la democracia.

El fenómeno que está ocurriendo hoy en la derecha, con un Daniel Noboa comandando el asedio a la Corte Constitucional y montando, de espaldas a la legalidad, un esquema para alzarse con el control de la justicia, es perfectamente simétrico al anterior. Así como octubre de 2019 marcó el punto de inflexión que dejó al descubierto el rostro auténtico de la izquierda, este 12 de agosto de 2025, día de la marcha contra la Corte, desnudó la verdadera vocación de la derecha. En algún momento, al calor de la resistencia contra el correísmo, esa derecha dio la impresión de preocuparse por la democracia. Pues bien: fue un espejismo. Incluso aquellos cuyos rostros habían sido exhibidos por el déspota en sus sabatinas, para escarnio público y en invitación al linchamiento, hoy celebran que los rostros de los jueces constitucionales sean expuestos como chivos expiatorios y con idénticas intenciones. Se ve que el autoritarismo no les desagrada mientras sea el suyo. Tampoco ha surgido una nueva derecha en el país y la única que hay no cree, ella tampoco, en la democracia.

Así que el país ha vuelto a los primeros años de la República, antes de que conservadores y liberales conformaran un incipiente sistema de partidos y la única elección política posible era entre un caudillo u otro. Elección difícil porque todos los caudillos son iguales, como son iguales estos dos que se disputan el presente: ambos recurren a los mismos mecanismos y abrigan similares ambiciones.

Verdad es que el autoritarismo noboísta es un proyecto en construcción. De ahí que muchos de sus defensores se aferren a la negación como mecanismo de defensa: “No se puede comparar -dicen-, el correísmo siempre será peor”. Verdad a medias: el correísmo gobernó diez años y, en ese tiempo, perfeccionó y consolidó su aparato de extracción, garrote y zanahoria. Así que, en efecto, es peor. Pero no lo será siempre: nomás hay que darle tiempo a Noboa. Y nada resulta más sorprendente, para la conciencia y el instinto de un demócrata, que no lo vean. El correísmo, hasta ahora, ha sido lo peor, claro. Pero cualquiera que, habiendo vivido esos diez años de despotismo, sea incapaz de reconocer la enfermedad desde sus primeros síntomas; habiendo sido perseguido por la intemperancia de un autócrata, se niegue a distinguir el embrión de otro, debe ser muy tonto o estar irremediablemente ciego, si es que no ha sido comprado ya, que suele ser lo más común.