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Bernardo Tobar Carrión: El cuarto poder

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Desde abrir una tienda, matricular un vehículo, todo toma una eternidad...

Gracias al estado de bienestar -eufemismo para no decir servidumbre-, extendido por todo Occidente, la burocracia manda. Quien decide qué sigue y qué se queda, qué avanza y qué fracasa, qué atraviesa con éxito el laberinto del permiso previo, no es el jefe de Estado, ni la cúpula ministerial, ni los titulares formales de los organismos de control, sino un estamento funcionarial de rango operativo que controla las teclas clave: el cuarto poder, que nadie ha elegido ni rinde cuentas. ¿O deberíamos llamarlo el primero?

La ley ha devenido en algo secundario. Lo principal, vaya paradoja, es un entramado inferior - decretos, acuerdos, instructivos- que termina desfigurando, mutilando, condicionando la ley. Esta maraña regulatoria, deliberadamente confusa, atestada de ambigüedades, este caos de competencias sobrepuestas, contradictorias, este batiburrillo de requisitos, informes, registros, inspecciones, aprobaciones, entrampa al ciudadano cual mosca en una telaraña. De nada ha servido el principio constitucional de reserva de ley para impedir que una burocracia sin rostro imponga a la sociedad su yugo kafkiano.

Casi no queda derecho que se pueda ejercer sin depender en algún punto crítico de algún trámite absurdo. Desde abrir una tienda, matricular un vehículo, fraccionar una propiedad hasta firmar un convenio de inversión, todo toma una eternidad, años incluso, en relación con la dificultad del petitorio, trabando derechos cuyo ejercicio, las más de las veces, no deberían estar sujetos a beneplácito oficial en un país libre.

Una combinación de factores originó el cuarto poder, incluyendo el atavismo colonial, esa tendencia a depender del favor del monarca, y la propia supervivencia parasitaria de la burocracia, que inventa procesos para justificarse, retroalimentando sus atribuciones en un círculo vicioso. Dificultades fabricadas que dan pie para tarifar soluciones por debajo de la mesa.

Y está también ese segmento tutelado de la sociedad que ya no siente, como el sapo en la olla, el aumento progresivo de la presión estatal, y solicita para cada problema, con mediocridad suicida, más política pública, más regulación, más tentáculos que se expanden por los cada vez más reducidos resquicios de libertad. La consecuencia más nefasta de este sistema es que castra la iniciativa ciudadana, que espera pasiva que el Estado cumpla la imposible promesa de bienestar gratuito.