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Abelardo García Calderón | Cosechamos lo sembrado

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No esperemos que el adulto actúe bien si no corregimos al niño que actúa mal

En nuestra fatal costumbre de no entender ni admitir que muchas de las reacciones de la persona humana se instalan en la mente y el corazón desde la niñez, renegamos y condenamos en el adolescente o en el adulto aquello que hemos infundido y forzado en el niño. Eso ocurre, por ejemplo, con el concepto de impunidad, que a veces juzgamos con desagrado y otras veces, revistiéndonos él, lo aprovechamos.

La impunidad, esa sensación de no ser sancionado, ese actuar sin reconocer que merezco un no o un reproche, muchas veces nos acompaña a lo largo de nuestras vidas, y según los casos, la utilizamos a nuestra conveniencia. Nos rasgamos las vestiduras cuando a un reo se lo libera sin juicio alguno, cuando a un delincuente no se lo sanciona, cuando los daños a lo privado o a lo público quedan sin castigo; pero no caemos en cuenta que hemos provocado y crecido con esa actitud.

“A mi hijo nadie lo corrige ni lo toca. ¿No sabe quién soy yo?” son reacciones que soltamos fácilmente sin acordarnos de que lo que buscamos es volvernos impunes.

No queremos que se nos corrija, que se nos lleve por el camino de la norma, que se nos trate como a todos.

Bajo el escudo del “no sabe con quién está tratando”, o de un poncho, o de un cuello blanco y corbata, vamos por la vida formando así, construyendo así la mente y el actuar de niños y adolescentes a los que no decimos ‘no’, ni permitimos que se los sancione y castigue por faltas cometidas, porque se nos olvidó, en algún recodo del camino, haberles enseñado a asumir su responsabilidad y su actuar ético, social y normado.

Cuando nos refugiamos en el “mi hijo nunca miente”, “en mi casa no ocurre eso”, sin reconocer los informes, las versiones, las explicaciones de docentes y directivos escolares, estamos sembrando impunidad.

Cada vez que gritamos a los educadores, cada vez que decimos que los malos y los equivocados son los otros, estamos cubriendo con un escudo impune al niño o joven que actuó mal.

No esperemos que el adulto actúe bien si no corregimos al niño que actúa mal. Sin sanción ni freno, lo repetirá cada vez que lo requiera.