
Cine retro: magia y caos en Latinoamérica
Recordar el séptimo arte del siglo pasado es viajar entre filas, canguil volador y primeras emociones compartidas
Queridos cinéfilos, hay que reservar un espacio para hablar de la experiencia cinematográfica en Latinoamérica del siglo pasado, un mundo aparte. Ir al cine no era solo sentarse a ver una película; era toda una aventura llena de expectativas, paciencia y, muchas veces, frustración, aderezada con canguil y hot-dog de aroma sospechoso.
Yo tenía ocho años cuando vi E.T. el Extraterrestre. La cita fue en el Policine (¡sí, Policine en el Policentro!). Allí estaba mi madre, con paciencia de santa, sosteniendo entradas para ella, sus dos hijas y una larga hilera de amigas que, como mi hermana y yo, queríamos ser de las primeras en ver a ese ser de otro mundo surcar el cielo.
Comprar asiento con antelación era ciencia ficción; había que hacer la fila interminable, y una vez dentro, descubrir en ese espacio oscuro, gélido y oloroso qué asiento nos había tocado. Ecos de risas, conversaciones ajenas y crujidos de canguil componían la banda sonora en cada función.
Si mi memoria no me falla, la última doble función que vi fue en el cine Maya. Sí, doble función, mis queridos cineadictos, dos películas al precio de una, ¡una ganga! Si bien casi siempre era un estreno acompañado de otra, lo cierto es que nadie la recordaba después. Allí estaba yo, con ojos como platos, enfrentándome a Al límite, con Nicolas Cage dando vueltas por la pantalla mientras intentaba no quedarme dormida.
Aunque esta generación piense que es mentira, a veces el audio fallaba, los subtítulos eran un desastre y el proyector se apagaba, jugando malas pasadas al encargado, mientras la sala chiflaba, gritaba y los “guerrilleros” de la época lanzaban canguil de un lado a otro. Aun así, nadie dejaba de mirar la pantalla.
En esos tiempos, pocas escapaban de la fiebre hollywoodense, esos estrenos que llegaban meses después de arrasar en Estados Unidos. Por eso, en vacaciones me veía obligada a ir más de una vez, ¡qué sufrimiento!, solo para enterarme de los nuevos actores, las modas ridículas y los hits musicales que todos tarareaban. Porque si alguien conoce al ex vocalista de Chicago, créanme, es nada menos que por “Glory of Love”, esa joyita de The Karate Kid II que hacía suspirar a más de una mientras soñábamos con una cita con Daniel LaRusso.
El cine también era un espacio mágico donde los deberes desaparecían como por arte de magia. Perfecto para ir con compañeros, sentarse cerca del chico especial y, si tenías suerte, que tocara una película de miedo. Ahí podías hacerte la sorprendida, saltar en el momento justo y ver si te abrazaban, mientras la pantalla proyectaba luces y sombras que aceleraban el corazón.
Una aventura que no todos entienden
Pero esa experiencia… ¿qué va a entender la generación Z, que ya lo tiene todo a un clic de distancia? La emoción de esperar en fila, la incertidumbre del asiento, el suspiro compartido al ritmo de la música, el cosquilleo de los primeros acercamientos… Todo eso, esa mezcla de nervios, magia y complicidad, era un ritual que solo quienes vivimos esa época podemos saborear, algo que ninguna app ni streaming puede reproducir.
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