Venezuela: el mito de la no intervencion

El mandato de Nicolás Maduro como presidente de Venezuela expiró el 10 de enero. Obedeciendo la Constitución del país, Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional democráticamente elegida, juró como presidente interino. Inmediatamente, Estados Unidos, Canadá y gran parte de América del Sur lo reconocieron como líder legítimo de Venezuela y varios países europeos pero no México. Su presidente, Andrés Manuel López Obrador, declaró que se ceñiría al principio de no intervención. Uruguay, asimismo, afirmando que los problemas de Venezuela deben ser resueltos de manera pacífica por los propios venezolanos. Hay una pequeña dificultad: Maduro no lo permite. Human Rights Watch y otras ONG de prestigio repetidamente han manifestado la sistemática violación de derechos humanos que impera en Venezuela. Bajo estas circunstancias, repetir que los venezolanos deben resolver sus propios problemas y luego no hacer nada, es garantizar que nada va a pasar, excepto que se continuará violando sus derechos. En los últimos años, los tímidos intentos de mediación del Vaticano, España y otros, no llegaron a ningún lado, mas la audaz actuación de Guaidó ha motivado a gran parte del mundo a la acción, avance que no puede ser revertido ahora por espurios llamados a la no intervención. Tenemos el deber moral de defender la vida y la dignidad humanas contra las atrocidades. Por ello la mayoría de los países del mundo (no EE. UU., Rusia ni China) reconocen la jurisdicción de la Corte Penal Internacional. No se puede argumentar a favor de la no intervención cuando un dictador o un caudillo comete crímenes de lesa humanidad. Propugnar una defensa supranacional de los derechos políticos y civiles básicos puede parecer una postura menos obvia, pero no por ello resulta débil. Ser un miembro respetado de la comunidad internacional conlleva la obligación de no encerrar a los oponentes políticos en la cárcel y de no robarse las elecciones. La Carta Democrática Interamericana de la OEA impone estas obligaciones a sus signatarios y contempla sanciones -incluso la expulsión- a los infractores reincidentes. Aunque no siempre se hagan cumplir las disposiciones de la Carta (se requiere el voto de la mayoría absoluta de los miembros) eso no significa que su existencia deje de ser éticamente indispensable. La pregunta no es si las democracias del mundo deberían intervenir, sino cómo deberían hacerlo. La única prueba que los líderes foráneos deberían aplicar se desprende de lo que Max Weber llamó la ética de la responsabilidad: ¿Cuál será la consecuencia de mis acciones? ¿Mejorarán ellas la situación? Las intervenciones hábiles de las democracias del mundo ya han surtido efectos beneficiosos. La presión política y financiera sostenida que eleva los costos para las fuerzas armadas del país de apuntalar a Maduro -y un oportuno ofrecimiento de amnistía- puede hacer inevitable una transición política. En años recientes, la comunidad internacional justificaba su pasividad en que la oposición estaba dividida y que era inconcebible que una acción extranjera desalojara a Maduro. Eso ya pasó. Es posible que tras veinte años de destrucción de las instituciones democráticas de Venezuela y de hundimiento de su economía, la pesadilla desatada por Hugo Chávez y empeorada de manera contundente por su sucesor, Maduro, esté finalmente llegando a su fin. Como lo han hecho tantas veces a través de la historia, los defensores de la dictadura intentarán reprimir el cambio con llamamientos cada vez más estridentes a la no intervención. El mundo debería hacer caso omiso de ellos.