Una tragedia politica americana

Los casi ocho meses de mandato del presidente estadounidense Donald Trump se han caracterizado por una serie de acontecimientos políticos preocupantes. Pero la culpa no es toda de Trump. Su presidencia es solo el último acto de una larga tragedia política. En el plano exterior, el problema comenzó en los noventa, cuando EE. UU. dilapidó el dividendo de paz del fin de la Guerra Fría. En el ámbito interior, los fallos comenzaron incluso antes: desde la Reaganomics en los ochenta hasta el Obamacare en la segunda década de este siglo, grandes programas políticos prometieron mucho y cumplieron poco, mientras dejaban sin resolver los problemas subyacentes. Cuesta recordar cuándo fue la última vez que de EE. UU. salió alguna política capaz de servir de modelo a otros. El país no tiene un gobierno proactivo y previsor desde los sesenta. De los noventa en adelante, no ha invertido en capital humano lo suficiente para satisfacer las cambiantes necesidades de capacitación laboral de una economía en veloz transformación; no ha encarado reformas educativas, ambientales o del mercado laboral efectivas; no ha lanzado nuevas iniciativas urbanas o políticas de infraestructura que lo preparen para el futuro. Y la lista sigue. La razón es sencilla: el viejo temor de los estadounidenses al “Estado grande” (big government) se transformó en una especie de autodestrucción política que lleva a autoridades y ciudadanos por igual a creer que el mejor gobierno es el que no gobierna. A la par que el Estado se retiraba de la sociedad, EE. UU. se retiró del resto del mundo. Estas tendencias culminaron en Trump, cuyas políticas más populares hacen hincapié en la destrucción, no en la creación. El resultado de esta estrategia es que los problemas actuales de EE. UU. empeoran y grandes oportunidades se pierden. ¿Qué podrá detener a los demonios ya desatados? E incluso si se los detiene, ¿puede revertirse el daño que hicieron? Una opción obvia es rechazar a Trump y a todo lo que su gobierno representa, pero supone el riesgo de garantizar la persistencia de la dinámica disfuncional que trajo a EE. UU. hasta aquí. Otra es la aceptación del gobierno de Trump. El resultado podría ser un empeoramiento de los problemas internos y un debilitamiento del sistema de controles y contrapesos. Pero también puede ser que estos aguanten hasta la próxima elección y haya un margen para la reconstrucción de los partidos políticos estadounidenses actuales y la aparición de otros nuevos. El resultado, esperemos, sería un muy necesario realineamiento, incluso renacimiento, político. Hay signos alentadores de que algunos republicanos y demócratas comienzan a pensar fuera de los esquemas partidistas rígidos. Se necesita que otros los sigan y reconozcan que un realineamiento del sistema de partidos actual puede ser el único modo de poner fin a la parálisis de la política estadounidense y revertir, tal vez, décadas de peligroso incumplimiento de las promesas de la democracia. Tras la elección legislativa de 2018, puede darse una especie de revisión de cuentas, seguida en 2020 por una campaña presidencial en un contexto de ruptura cívica y escalada de la confrontación violenta que ha venido gestándose por años. Para reescribir el argumento antes de que esa trama se desarrolle es necesario reordenar y revitalizar la política estadounidense.