Senas de identidad

Vivimos días de obsesiones identitarias. Unos investigan afanosamente sus raíces étnicas; otros desempolvan tradiciones culturales, folclóricas y hasta religiosas. Los duros de los partidos políticos perfilan ideologías y programas con líneas rojas irrenunciables. Los responsables oficiales de las ortodoxias teológicas están empeñados en formular definiciones exclusivas de su grupo creyente. Y no faltan quienes ponen en su ADN identitario al equipo de fútbol preferido. La identidad en una camiseta, en un carné de militancia, en un registro parroquial, en un relato mítico.

Por la inercia de la vida, se nos olvida la respuesta más obvia a la pregunta: “¿quién o qué eres?” y que sería: “soy persona”. Y, como persona, tengo en común con todas y todos el afán de crecer, de encontrar sentidos, la necesidad de amar y de ser amada, la alegría por los amaneceres y las lágrimas por las oscuridades. Como persona, a ratos me siento abandonada por la multitud que va muy deprisa, a veces sin saber para dónde, en grupos que no se dan la mano para avanzar.

Él, cuando se despedía de sus discípulos la tarde del jueves, en esa cena que el evangelio de Juan alarga para que el corazón del Maestro se explaye, no se olvidó de dejarles(nos) las señas de identidad que les (nos) hicieran reconocibles en medio de la marea de la historia. Ningún código nuevo, ningún nuevo diseño de templos, ninguna lista de alimentos puros e impuros, ningún ritual intocable, ninguna cuantificación de los abrazos y los besos, ningún carné, ningún requisito controlable para el Reino.

“Hijos míos: me queda poco tiempo de estar con ustedes. Les doy un mandamiento nuevo: que se amen unos a otros; como yo los he amado, ámense también entre ustedes. La señal por la que conocerán todos que son discípulos míos será que se aman unos a otros” (Jn 13, 33-35).

Aunque la tradición que Lucas constata en el libro de los Hechos tiene su poco de exaltación entusiasta, parece claro que las primeras comunidades de cristianos se lo tomaron muy en serio y que la atención afectiva y efectiva a los necesitados y la justicia en las relaciones fueron una seña de identidad. Tanto que ya en el S. II, el escritor Tertuliano reporta que los paganos del Imperio decían, refiriéndose a los cristianos, “Miren cómo se aman”.

Porque de amar se trata, ya sea convirtiéndose en hospital de campaña para las heridas del mundo, ya en casa para refugiados que llegan desde cualquier guerra inventada por el poder, ya en las medicinas o los alimentos que necesitan en nuestro Manabí doliente, o prestando el hombro para que llore sobre él quien se sienta huérfano de ternura. ¡Si entendiéramos de una vez que encontrándonos en la tarea del amor se terminarían las discusiones de siglos sobre las líneas rojas de las ortodoxias intocables!

Los cristianos tenemos y tendremos siempre una deuda con la historia. No con el Señor, porque Él sabía y sabe que el amor, con ser lo que nos habita, es muy limitado y sale a borbotones. Pero es la única seña de identidad. Todas las otras, o le sirven, o sobran. Buenos días.