Sanciones ejemplares

Además del desaforado asalto a los fondos públicos ocurrido durante la década infame, que no dejó institución alguna sin ser objeto directo o indirecto de la sustracción dolosa de sus recursos económicos, el peor daño causado al país se ve reflejado en la impudicia como mecanismo de acción política, actitud indeseable que no solo es practicada por los partidos y movimientos gobernantes sino también por los de la oposición.

Dado que el comportamiento de quienes dirigen, tanto en la esfera pública como en la privada, pero sobre todo en la primera, que es donde se genera la precisamente denominada opinión pública, educa positiva o negativamente, no queda duda de que lo actuado por la alta cúpula burocrática ha generado costumbres, maneras pervertidas de entender la relación entre los recursos del Estado y quienes los administran.

La tragedia es que se ha pasado del manejo escrupuloso de tiempos cada vez más lejanos, a la normalización de la deshonestidad, socialmente admitida si se administra con cierto recato, sin el exhibicionismo patológico de que algunos pillastres hacen gala.

Ocurre ahora que quien maneja con pulcritud el patrimonio público es poco menos que un tonto que no sabe aprovechar oportunidades que en ocasiones son únicas. Por eso no se censura que los nuevos dirigentes de la República estimen como la oportunidad de su vida el hecho de llegar a un alto cargo público para hacer lo que ya se sabe, con las excepciones que confirman la regla, que todos harán: aprovechar para enriquecerse, no solo a partir de la información privilegiada de que se pueda disponer sino aprovechándose de todas las maneras, lícitas o no, para incrementar el patrimonio particular, incluido como se ha puesto de relieve estos días, la antigua práctica de extraer un porcentaje de su sueldo a los empleados que ocupan sus cargos en función de una determinada afiliación partidaria.

¿Cómo superar esta situación? En ausencia de ejemplaridad pública tiene que evidenciarse ante la faz de la nación que no se tolerará más impunidad. Que se sabe bien que para recuperar en positivo dicha ejemplaridad pública debe sancionarse con extremo rigor a quienes rompan las normas de una, al menos mínima, actitud ética. Mientras ello se logra, los inculpados bien harían en dar un paso al costado y que opere la justicia.