Recorrido. Marcos Castro conduce uno de los 30 buses de la línea 107, que cubre una de las rutas más peligrosas de la ciudad.

El riesgo de ser chofer de bus en Guayaquil

Marcos Castro es un chofer de transporte urbano. No recuerda cuántas veces le robaron, sí las heridas que estas le generaron.

Persignarse no salva vidas. De eso está seguro Marcos Castro Mera, quien desde hace 20 años se gana la vida como conductor de buses urbanos en Guayaquil.

Lo que sí le permite ese acto íntimo de fe es sentirse protegido. Se encomienda a Dios al bajarse de la cama, cuando termina su primera comida del día y al despedirse de su familia antes de emprender su viaje a la estación.

Lo hace al iniciar su turno y al terminarlo. Cuando detiene su carro y le abre la puerta a ese individuo -uno de los 530 pasajeros que recoge cada día- que en lugar de entregarle los 30 centavos que vale el pasaje, lo apunta con un revólver desvencijado y que sin ningún tipo de reparos es capaz de apretar el gatillo y descerrajarle un tiro si no hace lo que se le pide.

En ese momento, no hay oraciones que sirvan. En dos oportunidades la muerte se subió al bus que Marcos conduce. La primera, cuando conducía un bus de la línea 27. Intentó impedir que el delincuente, quien portaba un cuchillo, robe a los pasajeros: cerró la puerta con el individuo a bordo. En represalia, comenzó a hincarlo. “Yo me agaché, tratando de cuidar que no me diera en el corazón. Me hizo tres hincones en la espalda. Pensé que me mataba, pero tuve fuerzas para llevar el bus hasta la estación”.

La segunda, hace cinco años, conduciendo una unidad de la línea 35. Fueron dos disparos. “Uno me dio un poquito más arriba de la oreja izquierda. Casi me destroza una arteria y me deja muerto en vida. Eso me dijeron los médicos. El otro me rozó la frente. Estuve seis meses hospitalizado”.

Mientras laboró en esta línea, Marcos menciona lo sucedido con dos de sus compañeros como si se tratara de un escenario de guerra, como algo que solo lo ha visto en las películas: cayeron en acción. Los asesinaron los ladrones que suelen subir en determinadas esquinas de una ciudad como Guayaquil, en la que circulan 2.600 buses y están obligados a realizar viajes hacia los barrios más apartados.

Hace poco, Marcos, quien tiene cinco hijos y anda por los 40 años, esperaba turno para su tercera vuelta del día en la estación de la cooperativa de transporte en la que labora, la Ebenezer, que opera la línea 107. En ese lugar, reflexionaba sobre su profesión. “No sé en qué momento esto de conducir buses en Guayaquil se volvió un oficio altamente peligroso”.

No tiene un registro exacto de las tantas veces que robaron en el vehículo que le tocó conducir en estos 20 años como chofer profesional. Puede hablar de lo que le ha sucedido en menos de un mes. Han sido tres veces. La última, el primer lunes de este mes. Quedó registrada en la cámara que tiene el bus. Se le llevaron los celulares y pertenencias a 20 personas. “Una señora se acercó para reclamarme. Decía que nos encompinchamos con los delincuentes. ¿Qué podía hacer, si lo primero que hizo el tipo fue apuntarme con el revólver? No somos Superman, no lo somos. Como los pasajeros, también queremos volver a casa, sanos y salvos”.

“Uno hace lo que puede”, dice, como si estuviera obligado a hacer algo. En su caso, podría asegurar que por sus experiencias con los delincuentes lo mejor es no meterse. Pero no. A pesar de las dos veces en las que pudo morir, en agosto pasado reaccionó cuando un individuo que se subió a su carro con un revólver, comenzó a robar mientras cumplía la ruta de regreso la estación.

Transitaba por la calle 29, de Gómez Rendón a Letamendi. “Al ver cerca a un patrullero, lo que hice fue cerrarle el paso. Ese día no hubo robo y se detuvo al ladrón. Le dieron cinco años y yo estoy obligado cada 12 meses a estampar mi firma para que no lo aflojen”.

La muerte es un hecho que le preocupa. Es por eso que cuando piensa en sus hijos, no los quiere en este oficio. El mayor cumplió los 18 años y ya sabe conducir, pero no, sueña con el día en el que se titule de mecánico industrial, que es lo que estudia en la universidad.

Sentado en una esquina de la calle 42 y la O, estación de la línea 107, en lo más profundo del suburbio Oeste, Marcos espera que concluyan los 15 minutos de descanso antes de reiniciar su rutina de conductor de buses, en una ciudad en la que de dos a tres veces en el día alguien que sube al bus, que parece pasajero, pero que no lo es, saca un revólver o un cuchillo y amenaza con matar si no le entregan sus pertenencias. “De verdad que yo no sé cuándo esto se volvió una profesión peligrosa”.

“Conducir me dio una oportunidad”

Marcos Castro Mera tenía ocho años cuando arribó a Guayaquil. Llegó de Santo Domingo, donde nació y quedó su familia. No tenía nada, ni siquiera un pariente en esta ciudad, pero pudo encontrar un camino. “Un paisano me dio la primera oportunidad de ganarme aunque sea para comer. Me puso de cobrador en un bus de la línea 27. Ahí me inicié, ahí hice también de tarjetero y en donde luego conduje mi primer bus. Es por eso que me siento orgulloso y agradecido de este oficio, aunque sepa que es peligroso”.

En los 20 años que lleva como chofer de buses, pasó por las líneas 117 (actual 171), por la 35, la 20 y finalmente en la 107. “Aquí se me presentó la mejor oportunidad: que me aseguren. En las otras cooperativas, eso del seguro social no sucede, a nadie aseguran”.