Pussygate

en el orden de los escándalos sexuales políticos, las actitudes difieren de acuerdo a la cultura. Los árabes no se hacen problema: el rol de la mujer es subordinado, el varón puede tener tantas esposas como pueda mantener, los jeques tienen sus harenes a la disposición, y el divorcio, cuando ocurre, es unilateral, a viva voz y de inmediata resolución.

Para los franceses no hay presidente que pueda ser considerado como tal si no ha tenido, o mantiene, amantes; se divorcia en el ejercicio del poder, o pretende salir de incógnito de la casa presidencial, en motocicleta, para disipar su cabeza de los problemas de Estado.

Los latinos mantienen un cierto paralelismo con los franceses: tienen sus amantes y sus “affaires”, pero guardan las apariencias para no concitar el chisme.

Los anglos son de una especie diferente. En la cultura inglesa los gobiernos se caen como consecuencia de los pecadillos de los líderes. Le pasó a Harold Macmillan en Gran Bretaña, cuando uno de sus más importantes colaboradores, John Profumo, fue pillado en bacanales, posiblemente compartiendo secretos de Estado en sus contertulios y con las damas de compañía.

En los Estados Unidos, la historia ha ido destapando, una a una, las vidas extramaritales de presidentes como Roosevelt, Eisenhower, Kennedy (cuya pasión, se asegura, era insaciable), y más recientemente, Bill Clinton, quien hizo historia con sus peripecias en el despacho presidencial.

Lo que nos trae al presente. La cultura americana, dominada por la moralidad calvinista y puritana, tiene una marcada aversión hacia cualquier hábito sexual que se desvíe del lecho matrimonial; observa las formas, aun cuando en la práctica algunos sean tan relajosos como cualquier otro grupo humano.

Y no es para menos, la cultura del macho que desborda de testosterona (no necesariamente de neuronas) impone conductas de conquista muy marcadas en un particular genotipo de homo americanus.

Trump es paradigmático. Arrogante, megalómano, inmensamente rico (pero menos de lo que dice que es), maestro del “marketing” personal, simple y directo en sus análisis, rápido y feroz en el insulto, y poseído de una confianza total en sus atributos de liderazgo. Es heterosexual, con marcadas características de depredador. Su posición de magnate, hasta hace poco dueño del concurso de Miss Universo, y su fuerza y poder lo imponen como el macho alfa que no tiene empacho alguno en utilizar sus pequeñas manos para buscar los lugares íntimos y privados de una mujer -cualquiera que para él tenga la “buena fortuna” de topársele-. Al ser misógino, su conducta la justifica sin necesidad de recurrir a arbitrios morales o de buen gusto, y la mejor forma de salirse de cualquier enredo es simplemente mintiendo,

El mundo es mejor, y las mujeres son afortunadas, porque él está ahí.

En pocas semanas más el mundo sabrá si el electorado americano decidió o no condenar la conducta de quien aspira a la Presidencia: ¿acaso demostrar en público la conducta que muchos observan en privado, significa que la psiquis colectiva americana ha cambiado? ¿O es que existe aceptación o repudio hacia quien, siendo paradigmático del machismo, ha roto los paradigmas de la corrección política?

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