Los protocolos de Donald Trump

Es una peculiaridad extraña en la historia de la lógica que los irreverentes cretenses hubiesen sido quienes tuvieron que dar su nombre a la famosa “paradoja del mentiroso”. Se supone que el cretense Epiménides dijo: “Todos los cretenses son mentirosos”. Si Epiménides mentía, decía la verdad -y, por lo tanto, estaba mintiendo. Algo semejante puede decirse del presidente de Estados Unidos Donald Trump: incluso cuando dice la verdad, muchos asumen que está mintiendo- y, por tanto, siendo fiel a sí mismo. Durante años afirmó, sin más evidencias que fuentes anónimas que él calificó como “extremadamente creíbles”, que el certificado de nacimiento de Barack Obama era fraudulento. Durante las elecciones primarias republicanas vinculó al padre del senador Ted Cruz, su oponente, al asesinato de John F. Kennedy; promocionó ideas que surgen de charlatanes médicos sobre que las vacunas causan autismo, y desplegó magistralmente insinuaciones falsas, como que el cambio del clima es un engaño chino diseñado para paralizar la economía estadounidense. Siempre ha habido un próspero mercado para información falsa, falsificaciones, engaños y teorías conspirativas. Tal vez la más famosa, la denominada Los protocolos de los sabios de Sión, cuya fabricación probablemente fue motivada por dinero. Pretendían ser evidencia de un plan judío que tenía como objetivo la dominación del mundo. Dichos protocolos que circularon entre la policía secreta zarista a principios de los años 1900 para justificar los pogromos antijudíos del régimen, se convirtieron en fundamento de la literatura antisemita de la primera mitad del siglo XX, con horribles consecuencias. En la actualidad, la desinformación puede hacerse viral mediante las redes sociales, como una peste negra moderna. “El conocimiento es poder”, dicen los optimistas. La información, señalan los pesimistas, no es conocimiento; tiene que ser estructurada para convertirse en conocimiento. Tal vez el mercado de las noticias eventualmente encuentre su propio equilibrio entre verdad y falsedad. No obstante, una fracción de la población siempre estará dispuesta a comprar noticias falsas; pero la mayoría aprenderá a distinguir entre fuentes fiables y no fiables. Sin embargo, si se concibe la propagación de la desinformación como un virus, no hay ningún equilibrio natural que se logre alcanzar que pueda ser considerado algo menos que una catástrofe. Por lo tanto, se debe controlar dicha propagación mediante la inoculación. Pocos confían en los políticos para que lleven a cabo dicha inoculación, debido a que ellos a menudo tienen intereses creados con respecto a la información falsa. Una respuesta podría ser las agencias independientes, pero sufren de una debilidad inherente: aún colocan la responsabilidad de comprobar si una noticia es verdadera en manos de los lectores. No existen respuestas fáciles. Obviamente, la educación en pensamiento crítico, y especialmente en ciencias sociales como la economía, es necesaria. La democracia depende tanto del derecho a la libertad de expresión como del derecho a saber. Puede que no tengamos otra alternativa que encontrar un nuevo equilibrio entre estos dos derechos.