Todo es barro. Esta imagen del barrio de Tiwintza fue captada, aunque no lo parezca, antes de la lluvia.

Playas: el paraiso en la otra esquina

El potencial turístico de General Villamil es enorme. Sin embargo, no supera el caos y la insalubridad. 17 candidatos aspiran a la alcaldía.

¿Conserva Bo Derek su penthouse de 290 metros cuadrados en el malecón de Playas? Fue todo un acontecimiento cuando se lo compró al empresario Omar Quintana, en abril de 2008. La indescriptible Ivonne Baki, amiga de ambos, organizó la cosa. Hubo fiesta en el pueblo con entrega solemne de las llaves de la ciudad a la ilustre visitante y discursos de ocasión, obligatorios elogios a las bellezas naturales del cantón con el-segundo-mejor-clima-del-mundo y consabidas promesas de días mejores para todos. Eran los primeros tiempos del correísmo y todo acto público tenía su airecito de refundación, así que los playasenses más optimistas se veían ya convertidos en anfitriones de los ricos y famosos del planeta. Han pasado once años y eso no ha ocurrido. De la ‘sex symbol’ de los setenta (nomás un señuelo para que Omar Quintana vendiera departamentos en su edificio nuevo) no se ha vuelto a ver un pelo.

La visita de Bo Derek es una triste alegoría de lo que ha sido la historia reciente de Playas: espejismos y falsas esperanzas. Este es un pueblo al que los políticos ofrecen convertir en la Marbella del Pacífico, pero son incapaces de darle agua potable. Un municipio desprovisto de casi toda infraestructura, donde las aguas putrefactas afloran a ras de suelo en varios puntos y nutren un río de desechos que la gente ha bautizado crudamente con un nombre de inspiración boliviana: río Pipicaca. Y donde un antiguo alcalde, para mantener con vida las expectativas de quienes llevan años esperando por el alcantarillado, llegó al extremo de sacar de paseo las cañerías: aquí y allá, en estratégicas esquinas del casco urbano, fue dejando gruesos tramos de tubos de cemento. Y ahí quedaron, por meses, criando telarañas. Así han tratado a Playas: no Marbella, Macondo del Pacífico. Y luego le dicen que acá van a venir las estrellas de Hollywood, porque es un paraíso.

Dos años después, ya no eran los ricos y famosos los que aportarían prosperidad y divisas, sino los jubilados gringos de la generación de los ‘baby boomers’. Así decía Rafael Correa en aquella ocasión en que vino a hacer acá su sabatina. Y más tarde, cuando el alcalde de su partido, Michel Achi, estaba a punto de ser echado en un proceso de revocatoria y él volvió para salvarlo, repitió la promesa: “Playas será -dijo- el primer destino turístico del país”. Y, claro, les mintió de nuevo. Correa mantuvo a Achi en su lugar y nada cambió. General Villamil siguió siendo tan insalubre y caótico como siempre.

Y la verdad es que fácilmente podría convertirse en un paraíso turístico. El balneario más cercano a Guayaquil tiene una playa de 14 kilómetros de largo, lo bastante espaciosa como para echar un partido de fútbol aun con marea alta; un clima que no será el segundo mejor del mundo, como dice una tradición basada en ciertas mediciones del año 82, pero sí es de lejos el más benigno del litoral ecuatoriano; una tradición gastronómica con productos únicos y especialidades propias (la ostra gratinada, por ejemplo), que incluso ha incursionado con éxito en la fusión y ha dado el salto a la comida gourmet de proyección internacional en el sorprendente restaurante Juan Ostras; una vida nocturna intensa, divertida, con su agradable paseo entre el bonito parque central y el agitado parque infantil, donde los niños juegan en cochecitos eléctricos y los adolescentes en patines se entregan al ostentoso espectáculo de las piruetas sobre la pista; y alrededor las empanadas, las artesanías, los bares, el alegre bullicio de la gente bajo las gigantescas copas de los algarrobos centenarios. Así es: Playas lo tendría todo si no tuviera a los políticos.

Demasiados políticos. En esta elección, 18 de ellos pretenden la alcaldía. Uno por cada dos mil habitantes, probablemente un récord nacional. Los políticos copan todos los espacios y se mueven por donde sea que puedan obtener un rédito: los de más altos vuelos se interesan en la compra y venta de terrenos playeros, negocio que no se detendrá hasta que se haya lotizado todo el frente marino entre Posorja y Engabao; los más humildes se mueven entre los puestos de vendedores del mercado, cobrando afiliaciones y supuestos beneficios.

Parece que fueron estos últimos los que intentaron boicotear, 15 días atrás, la obra pública más importante construida en Playas en mucho tiempo: el nuevo mercado. La alcaldesa, Miriam Lucas, que llegó al cargo con el correísmo y hoy se postula a la reelección por el Partido Social Cristiano, lo acaba de inaugurar, muy oportunamente, en tiempos de campaña. Está lindo el nuevo mercado: es limpio y ordenado, cosa que no se puede decir aquí de ningún otro espacio público. Pero alguien se sintió perjudicado por el reparto de los puestos y movió sus contactos (al menos eso es lo que cuentan en voz baja los comerciantes) en el entramado de dirigentes y pequeños caciques de la zona. No se sabe si corrió algún dinero, lo cierto es que taponaron el tramo mayor del sistema de canaletas pluviales y, a la primera lluvia, la pared oriental se convirtió en una auténtica catarata de la que tuvieron que escapar los vendedores desarmando sus recién instalados puestos de venta. Las imágenes de la gente achicando el agua a golpe de baldazos no tardaron en llegar a las redes sociales con las burlas respectivas contra la gran obra de la alcaldesa Lucas.

Así avanzan las obras en Playas: como abriéndose paso a codazos. El nuevo malecón que la prefectura prometió inaugurar en diciembre del año pasado está lejos de terminarse. Y aquí, la lluvia no requiere del concurso de ningún boicoteador para producir un desastre: el mar de lodo se extiende casi ininterrumpido desde el parque infantil hasta casi el centro comercial y convierte el acceso a la playa en un deporte extremo. Porque hay una cosa para la que Playas, el lugar con más días de sol al año en la costa del Pacífico, no está preparado: la lluvia. Ya es lo suficientemente intransitable cuando está seco este cantón donde las veredas son excepcionales. Y eso en el centro. Ahora bien: en los barrios... En los barrios la vida es un infierno.

Las camionetas que incesantemente perifonean su propaganda electoral ofrecen alcantarillado y agua potable en Bellavista, Brisa Azul, Playas 2, Tiwintza o la ciudadela Guayaquil. Pero cuando llueve, ni las camionetas pueden entrar, así de espeso y resbaloso, intransitable, es el río de barro en el que se convierten las calles. Los turistas que vienen a disfrutar de la playa no tienen idea de esta otra ciudad que provee de obreros a las fábricas de Posorja y no se alcanza a ver desde la autopista. Son los barrios bajos surgidos de las invasiones, donde la inundación es una rutina que viene con cada invierno y la evacuación es una posibilidad abierta siempre.

“Playas es un paraíso”, aparece diciendo la exministra Elsa Viteri en un vídeo promocional de la alcaldía. “Playas es un paraíso”, repite Carlos Luis Morales, que tiene su casa más allá del kilómetro 5 de la vía a Data. No hay político que no lo diga. Han visto las nubes de moscas de todos los tamaños en el sector de los restaurantes, junto al Galpón de las Ostras, que supuestamente debería servir a los turistas. Han visto las aguas negras desbordándose a pocos pasos del centro de la ciudad. Conocen de la falta de agua potable y seguramente no se atreven a beber la que sale del grifo. Saben que la mayoría de las calles son de barro y que las pavimentadas no tienen veredas. Pero lo siguen diciendo, como si no pudieran parar de mentir: “Playas es un paraíso”. Como si su vida dependiera de acariciar las orejas de los pobladores. Después de todo, así es como se ganan elecciones. Es el síndrome Bo Derek de la política playasense.