Según las cifras del MIES, actualmente hay 2.552 niños, niñas y adolescentes en centros de acogida a nivel nacional.

Obligadas por el Estado a criar a hijos que no querian

La ley no incluye mecanismos para que niñas y adultas entreguen a sus bebés en adopción. El cese de los derechos parentales debe ser aprobado por un juez

“Si no lo quiere, que dé al niño en adopción”. La frase se repite más de 1.500 veces en tuits y comentarios registrados en los días previos al debate por la despenalización del aborto por violación en la Asamblea Nacional, que concluyó el martes con la ratificación sin cambios del Artículo 150 del Código Orgánico Integral Penal.

La solución parece simple. Si las niñas y mujeres abusadas no quieren criar a los bebés producto del crimen cometido en su contra, entonces que los entreguen al Estado y este les busque un hogar. Pero en Ecuador, dar en adopción a un hijo no está contemplado en la ley y el proceso para cesar la patria potestad está plagado de trabas y vacíos legales que convierten el trámite en un viacrucis, sobre todo para las víctimas.

Mayra Tirira, abogada de la organización Surkuna, lo sabe de primera mano. En 2017, la entidad asumió la defensa de ‘Gaby’ (nombre protegido), una adolescente quiteña que fue abusada por su padre, desde que tenía 11 años. Producto de ese abuso, la pequeña dio a luz a un bebé a quien rechazó desde el inicio. Con su progenitor en prisión y una madre que se rehusaba a aceptar lo acontecido, la niña y el bebé ingresaron a una casa de acogida.

Rápidamente, la relación entre madre e hijo se volvió insostenible, pero pese a varios episodios de violencia, separar a la niña del bebé resultó imposible. No importaron los informes de las trabajadoras sociales de la casa de acogida, en tres instancias distintas: el Juzgado de la Familia, Mujer, Niñez y Adolescencia de Quito negó la separación.

El primero, en 2017. En esa ocasión, durante el dictamen, el jurista indicó que “el separarlos (niña y bebé) a otros centros de acogimiento, se estaría atentando a la familia que consagra la Constitución de la República del Ecuador; además se estaría atentando el de mantener lazos de afectividad, cariño y amor, que debe existir entre madre e hijo”.

Recomendó terapias para que la niña “superara el trauma y aceptara al bebé”.

Tras un nuevo episodio de violencia, la casa de acogida nuevamente recomendó la separación. Esta vez el juez habló directamente con Gaby. “¿Por qué usted no quiere a su hijo?”, le preguntó. Tenía claro que ella había sido victimizada por su padre, que era menor de edad, y que el niño le recordaba los abusos de su progenitor. Aun así, negó la medida y nuevamente recomendó terapia familiar.

El proceso, curiosamente, es estándar en la normativa que utiliza el Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES) para lidiar con situaciones de disfunción familiar, incluso en casos de niños productos de abuso. “La reinserción familiar es la regla, la adoptabilidad la excepcionalidad”, señala la cartera estatal.

Este año, las abogadas de Surkuna dieron con la única posibilidad legal para separar a Gaby de su bebé, demandarla por negligencia y así iniciar el trámite para que el Estado cese su patria potestad. “Tuvimos que acusarla a ella de ser una madre negligente, para que el Estado finalmente acceda a la separación”, explicó Tirira.

A esto se sumó una nueva complicación. El violador, recluido en prisión, también debía renunciar a sus derechos sobre el niño para que este pudiera ser declarado en adoptabilidad.

“El Estado, como tal, no concibe el hecho de que una madre no pueda querer a su hijo, incluso en situaciones tan complejas como esta, en las que son menores de edad. Se las tiene que responsabilizar a ellas, revictimizándolas, para que sus hijos puedan ser adoptados. Es una situación irrisoria. Es urgente reformar el Código de la Niñez y la Adolescencia”, explicó Tirira, indignada.

Con ella concordó el catedrático y experto en Derechos de la Niñez, José Antonio Toledo. “La ley no contempla que una madre quiera voluntariamente entregar a su hijo en adopción, porque fue construida con una percepción errada y moralista de que la maternidad siempre es deseada y esa concepción prima incluso sobre el bienestar del niño”.

Agregó que los procesos de custodia familiar y acogimiento familiar que maneja el MIES establecen claramente que no pueden ser solicitados por los padres o representantes legales del menor y que las medidas tienen un máximo de entre uno y tres años de duración. “Hay un énfasis en la reinserción que es importante y necesario, pero que no contempla casos tan delicados y termina siendo revictimizante para las víctimas de abuso sexual, pues no solo las obliga a la maternidad extendida, sino que las culpabiliza del rechazo que sienten”, señaló.

El caso de Gaby no es único. EXPRESO consultó con otras organizaciones de derechos humanos y de acogida y de apoyo de mujeres. Dos niñas y una joven accedieron a contar sus casos a este Diario y hablar sobre el complejo proceso al que se enfrentan para entregar a sus hijos al Estado.

Según las cifras del MIES, actualmente hay 2.552 niños, niñas y adolescentes en centros de acogida a nivel nacional. El 29 % fue abandonado, el 25 % fue removido por negligencia. En cincuenta y siete casos, el Estado ha solicitado la privación de la patria potestad de los padres. Solo el 4 % es adoptado cada año.

“Le pedí a mi tía que lo críe”

Melanie (nombre protegido) tiene 16 años. Soñaba con ser doctora, y de paso, ser la primera en su familia en ir a la universidad. Sus sueños se truncaron cuando, a los 14 años, su padrastro abusó de ella y la dejó embarazada. Su mamá no le creyó. Tuvo que hacerlo cuando el embarazo se hizo evidente, pero en lugar de denunciar a su pareja, botó a Melanie de la casa. Ellos siguen juntos.

La niña, en cambio, dio a luz en casa de una tía y tuvo que dejar el colegio. “Yo quería seguir estudiando. Le pedí a mi tía que se quede con mi hijo, que ella lo críe, pero no quiso. Me dijo que yo tenía que cuidarlo”. El año pasado, intentó regalarle el bebé a una vecina. El acuerdo no prosperó. Cuando su tía se enteró, acudió al párroco de su iglesia, al sur del Puerto Principal. “Me llevó a hablar con el padrecito . Él me dijo que Dios me lo mandó y que yo tenía que perdonar porque no es culpa de mi hijo”, recuerda entre lágrimas. Acepta que se siente culpable, que quiere querer a su hijo, pero que no se siente capaz. Espera con ansias cumplir la mayoría de edad.

Ahora, explica, quiere estudiar costura y, quizás, terminar el colegio. “Si ahorita tuviera dónde irme, me iría”. No tiene muy claro cómo será su futuro ni el del pequeño. Intentó aplicar al Bono de Desarrollo Humano del Gobierno, pero al ser menor de edad, aún no es elegible. “Me gustaría que él vaya al colegio, pero yo no tengo ni para mí, no sé qué pasará”.

“Intenté sacármelo”

Camila (nombre protegido) tenía 19 años cuando fue con sus amigas a una discoteca en su Daule natal. Un chico la sacó a bailar, le sonrió y le invitó una cerveza.

No recuerda mucho más. Cuando despertó, estaba sola, en una casa a la que no recordaba haber ido. Al traumático proceso de denuncia, rápidamente se sumó una noticia peor. Estaba embarazada. No quería estarlo. “No me importaba que fuera pecado, no me importaba nada. No quería tenerlo. Intenté sacármelo, pero no pude. No me arrepiento, yo no lo quería”, recuerda resuelta.

Han pasado cuatro años desde aquel momento y la vida no se hizo más fácil. Tras varios episodios de negligencia hacia su hija, la niña ingresó a una casa de acogida durante un año. Al buscar la reinserción familiar, la pequeña fue ubicada junto a su abuela materna, quien actualmente es su guardiana legal. Para Camila, la solución fue igual de conflictiva que el problema. “No voy a casa de mi mamá. Sé que no está bien, que la niña no tiene la culpa de lo que me hicieron, pero cuando la veo pienso en eso. Le agradezco a mi mamá que la cuide, pero hubiera querido que tenga otra familia”, subrayó.

Superar lo que le sucedió tampoco fue fácil. Actualmente, gracias a un trabajo estable, acude a terapia psicológica e intenta restablecer su vida.

“Me avergüenza ir a la escuela”

Dayanara (nombre protegido) es una niña tímida. No aparenta los 13 años que tiene. Lleva en brazos un bebé de seis meses. Es hijo de su primo. Ella y su hermano menor quedaban en manos del adolescente mientras su madre y su tía trabajaban. Se enteraron que estaba embarazada cuando la llevaron al centro de salud con su supuesto dolor de estómago. Ahí, el personal avisó a la Policía.

Su primo está prófugo, su tía se fue de casa. Ahora son solo ella, su mamá y su hermanito. Reciben ayuda de una fundación. A Dayanara no le gusta ir a la escuela. Ahí, todos saben lo que le sucedió. “Me da vergüenza”, dice en una voz casi inaudible. Los chicos, explica, le hacen propuestas indecentes. Ella calla.

Su mamá, quien la acompaña, indica que consiguieron atención legal a través de la organización que las asiste. A ella no le importa si atrapan o no a su sobrino, lo que quiere es que el bebé de Dayanara encuentre otro hogar. “Me dijeron que es difícil, que no podemos solo entregarlo, pero no sé qué más hacer. Yo casi no puedo mantenerlos a ellos. Tengo que pagarle a una vecina para que cuide al bebé. Mi hija no está bien. No le quiere dar el pecho, llora cuando tiene que cargarlo. No debería ser así”, recalca.