Migración Libia
Los padres de Aliou Candé, con una foto familiar, en Guinea Bissau en mayo de 2021.ricci shryock / the outlaw ocean project

El muro invisible

Una investigación de The Outlaw Ocean Project, exclusiva para EXPRESO, revela el maltrato a migrantes en un centro de detención de Libia, con complicidad de la Unión Europea

Una hilera de almacenes provisionales se sucede a lo largo de la autopista que atraviesa Ghout al-Shaal, un barrio de talleres mecánicos y desguaces al oeste de Trípoli, la capital de Libia. Uno de ellos, un antiguo depósito de cemento y hormigón, fue reabierto en enero de 2021, con muros más altos y coronados por alambres de espino. Un grupo de hombres en uniforme de camuflaje azul y negro armados con Kalashnikov rodean un contenedor de mercancías que hace las veces de oficina. En su puerta principal, cuelga un cartel: ‘Tribunal de enjuiciamiento de inmigrantes ilegales’. La instalación es una cárcel secreta de migrantes conocida como Al Mabani, que significa, simplemente, El edificio.

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A las tres de la madrugada del 5 de febrero de 2021, unos hombres armados se llevaron a Aliou Candé, un migrante de 28 años de Guinea Bissau, fuerte y de carácter tímido, a la cárcel. Un año y medio antes había abandonado su hogar porque sus cultivos producían cada vez menos y quería reunirse con sus hermanos en Europa. Pero mientras cruzaba el Mediterráneo en una embarcación abarrotada con otros 130 migrantes, la Guardia Costera Libia los interceptó y condujo a la cárcel. Los empujaron al interior de la Celda 4, en la que había otros 200 presos. Apenas había sitio para sentarse y los migrantes se movían constantemente para evitar los pisotones. Las luces fluorescentes del techo permanecían encendidas toda la noche. La única fuente de luz natural era una rejilla en la puerta de unos 30 centímetros de ancho. De las vigas, donde anidaban las aves huidas de un corral cercano, caían plumas y excrementos. Aliou Candé encontró sitio en un rincón entre los presos y empezó a entrarle el pánico: “¿Qué hacemos?”, le preguntó a un compañero de celda.

Nadie sabía que Candé había sido capturado. No se le acusó de ningún delito ni se le permitió hablar con un abogado; tampoco le dieron ninguna indicación sobre una posible puesta en libertad. Los primeros días permaneció en silencio, sometido a las horribles rutinas del lugar. La Brigada Zintan (una de las milicias más poderosas del país, antiislamista y que ayudó a derrotar a Gaddafi en 2011) controlaba la cárcel y sus soldados la patrullaban. En su interior había unos 1.500 migrantes repartidos en ocho celdas y segregados por sexo. Los migrantes dormían en alfombrillas infestadas de piojos, sarna y pulgas; no había para todos, y establecieron turnos para dormir: unos por la mañana y otros por la noche. Los presos se peleaban por descansar en la ducha, el único espacio ventilado. Dos veces al día, a la hora de las comidas, les conducían en fila de a uno al patio. Tenían prohibido mirar al cielo o hablar. Los guardias, como vigilantes de un zoológico, les ponían cuencos con comida en el suelo y los migrantes se sentaban en círculos sobre la tierra para comer.

CONTEXTOEuropa, cansada del coste económico que le genera recibir migración de África, implementa un sistema que intercepta el éxodo, para evitar el arribo en costas europeas.

Los guardias eran brutales y pegaban a quien desobedeciera sus órdenes con lo que primero que tuvieran a mano: ya fuera una pala, una manguera, un cable o la rama de un árbol. Los guardias liberaban a migrantes a cambio de 2.500 dinares libios, unos 480 euros. Durante las comidas, los guardias se paseaban con un teléfono móvil, que dejaban a los migrantes para que llamaran a sus familias y les pidieran el dinero para pagar su rescate.

En los últimos seis años, la Unión Europea, cansada del coste político y económico que provoca recibir migrantes del África subsahariana, ha implantado un complicado sistema que los intercepta antes de llegar a las costas europeas. La UE ha equipado y entrenado a la Marina y a la Guardia Costera Libia, un cuerpo paramilitar que patrulla el Mediterráneo, obstruyendo algunas operaciones de rescate y capturando a migrantes que son enviados a una red de cárceles gestionadas por diversas milicias libias que se enriquecen con esa reclusión. Algunas organizaciones de ayuda internacional han documentado los abusos perpetrados en esas cárceles: torturas con descargas eléctricas, niños violados por los guardias, familias extorsionadas a cambio de rescates, hombres y mujeres vendidos para realizar trabajos forzados. Salah Marghni, ministro de Justicia libio entre 2012 y 2014, me dijo: “La UE ha llevado a cabo algo que pensó y planeó muy detenidamente durante años, crear un lugar horrible en Libia para disuadir a los migrantes a viajar a Europa”.

Durante las semanas siguientes, Candé procuró no meterse en líos y se aferró a un rumor que corría por la cárcel: que los guardias iban a liberar a algunos migrantes por Ramadán, nueve semanas más tarde. “El señor es milagroso”, escribió uno de los migrantes en su diario. “Que su gracia continúe protegiendo a todos los migrantes del mundo, especialmente a los de Libia”.

Libia+Migración
Grafitis. Rayados por los migrantes en una pared del Centro de Detención de Gharyan, en Libia.THE OUTLAW OCEAN PROJECT

Lo que se ha venido a llamar “crisis migratoria”, comenzó en 2010, cuando los migrantes que huían de los conflictos bélicos en Oriente Medio, de las insurgencias en el África subsahariana, o de los efectos del cambio climático comenzaron a llegar a Europa en tromba. Y la cuestión continúa: el Banco Mundial predice que, en los próximos 50 años, las sequías, la pérdida de cosechas y la desertificación provocarán el desplazamiento de 50 millones de personas, procedentes en su mayoría del hemisferio sur, lo que aumentará las migraciones hacia Europa. En 2015, en lo más grave de la crisis, un millón de migrantes llegó a Europa desde Oriente Medio y África en solo un año, según ONU Migración. Una de las primeras grandes tragedias se desarrolló en 2013, cuando una patera con más de 500 eritreos se incendió y se hundió en el Mediterráneo, a poco más de un kilómetro y medio de Lampedusa (Italia). Murieron 360 personas. La reacción en Europa fue en un primer momento la compasión. “¡Podemos hacerlo!”, profirió la canciller alemana Angela Merkel cuando prometió diseñar políticas liberales de inmigración, una postura por la que fue nombrada Persona del Año por la revista Time en 2015.

Las costas italianas se encuentran a unos 300 kilómetros del norte de África. A principios de 2014, Matteo Renzi se convirtió en el primer ministro más joven de la historia de su país, tenía 39 años. Como había hecho Angela Merkel, se comprometió a recibir a migrantes con declaraciones como esta: “Si Europa se da la vuelta ante la presencia de cadáveres, entonces no se merece llamarse a sí misma una Europa civilizada”. Apoyó la ejecución del ambicioso programa de búsqueda y rescate Operación Mare Nostrum, diseñado para garantizar una travesía segura a cerca de 150.000 migrantes, a quienes también se les ofreció asistencia legal para gestionar sus peticiones de asilo.

Sin embargo, la marea de migrantes no cesaba. Y los migrantes requerían atención médica, empleo y educación, y aumentaban la presión sobre los recursos económicos. Partidos políticos nacionalistas como Alternativa por Alemania o el francés Frente Nacional comenzaron a aprovecharse de la situación para extender la xenofobia.

La Operación Mare Nostrum de Renzi costó unos 115 millones de euros. Un precio que Italia no podía asumir. Los esfuerzos por reubicar a 60.000 migrantes en Italia y en Grecia se tambaleaban: ni Polonia ni Hungría, gobernados por partidos nacionalistas, aceptaron ni a un solo migrante. Los políticos de la derecha italiana se burlaron de Renzi y empezaron a escalar en las encuestas. Renzi dimitió en diciembre de 2016 tras perder el referéndum de la Reforma Constitucional y posteriormente su formación política (el Partido Democrático) desmanteló sus políticas migratorias. Él también se retractó de su generosidad inicial: “Tenemos que despojarnos de nuestro sentimiento de culpabilidad”, diría más tarde. “Italia no tiene el deber moral de recibir a personas que están peor que nosotros”.

Tenemos que despojarnos de nuestro sentimiento de culpabilidad... no tenemos el deber moral de recibir a personas que están peor que nosotros.

Matteo Renzi
Ex primer ministro de Italia

En 2016, Europa adoptó un enfoque diferente liderado por Marco Minniti, antiguo aliado de Renzi, que se convirtió en el nuevo ministro del interior de Italia. Minniti, hijo de un general del ejército italiano, explicó error, que en su opinión, había cometido Renzi: “Hicimos caso omiso de dos sentimientos muy poderosos”, dijo. “Rabia y miedo”. A instancias suyas, su país canceló su compromiso de realizar operaciones de búsqueda y rescate a más de 50 kilómetros de sus costas. La UE comenzó a rechazar barcos humanitarios que transportaban a migrantes rescatados y que querían atracaran en sus puertos. Italia llegó a enjuiciar a los capitanes de los barcos por facilitar el tráfico de personas. Minniti pronto se ganó el apodo de “Ministro del Miedo”.

En 2015, la UE creó un programa llamado Fondo Fiduciario de Emergencia para África, para tratar las causas profundas de los desplazamientos forzosos y la migración irregular, y contribuir a una mejor gestión de la migración. Desde entonces ha invertido cerca de 5.300 millones de euros. Sus defensores aducen que el programa promueve el desarrollo, que ayuda a controlar la pandemia de COVID-19 en Sudán o que sirve en Ghana para formar a personas a que ocupen empleos verdes. Sin embargo, gran parte de su trabajo consiste en presionar a los países africanos para que impongan restricciones a la migración y financiar a organismos que hagan cumplir dichas restricciones para evitar que los migrantes lleguen a Europa. En la práctica, lo que hace el programa es trasladar la frontera de Europa al borde norte de África y reclutar a los gobiernos africanos para que se encarguen de que se respeten esos límites fronterizos. Los fondos se distribuyen a discreción de un comité presidido por la Comisión Europea y no están sujetos al escrutinio del Parlamento Europeo. (Un portavoz del fondo fiduciario me dijo que sus programas “buscan salvar vidas, proteger a aquellos que lo necesitan y combatir el tráfico de personas”).

El ministro italiano Minniti se fijó en Libia como socio principal de Europa para poner coto a la inmigración. La UE, Italia y Libia firmaron un Memorando de Entendimiento que explicaba la colaboración “reiterando la firme voluntad de cooperar en la urgente identificación de soluciones para resolver el problema de los migrantes clandestinos que cruzan Libia para llegar a Europa por mar”. En los últimos seis años, el Fondo Fiduciario ha destinado en torno a 480 millones de euros para que Libia ataje la migración.

Minniti ha afirmado que el miedo que siente Europa hacia una inmigración descontrolada es “un sentimiento legítimo que la democracia tiene que escuchar”. Sus políticas han tenido como resultado una caída en picado del número de migrantes. Desde enero a junio de 2021, por ejemplo, menos de 21.000 personas lograron llegar a Europa a través del Mediterráneo. Minniti declinó hacer comentarios para este artículo. La derecha italiana, que ayudó a derrotar a Renzi, aplaudió el trabajo de Minniti. “Cuando propusimos medidas de este tipo, se nos tachó de racistas”, dijo Matteo Salvini, líder del partido nacionalista italiano Liga Norte. “Ahora, por fin, parece que se está entendiendo que teníamos razón”.

Aliou Candé, el migrante de Guinea Bissau, creció en una granja cerca de la aldea de Sintchan Demba Gaira. Allí no hay cobertura de móvil ni carreteras, cañerías o electricidad. Vivía en una casa de adobe, la mitad pintada de azul y la otra mitad de amarillo, con su esposa, Hava, y sus dos hijos pequeños. Al lado hay un árbol donde la familia se reunía para tomar té. Candé era muy inquieto en la aldea: escuchaba a artistas extranjeros y era hincha de equipos de fútbol europeos. Hablaba inglés y francés y estaba aprendiendo portugués con la esperanza de vivir en Portugal algún día.

Los campos de Candé producen mandioca, ñame y anacardos, cultivos que suponen el 90 % de las exportaciones del país. Sin embargo, los patrones climáticos se están alterando, probablemente a causa del calentamiento global. “Ya no pasamos frío durante la temporada fría, y el calor llega antes de lo que debería”, dice Jacaria. Las inundaciones son más intensas, lo que significa que la mayor parte del año solo se puede llegar a las plantaciones en canoa, y las sequías duran el doble.

Jacaria ya había emigrado a España, y Denbas, otro de sus hermanos, a Italia. Los dos enviaban dinero a casa junto a fotos de restaurantes elegantes. “Todo el mundo que se va fuera trae fortuna a casa”, me dijo Samba, el padre de Candé. La esposa de Candé estaba embarazada de ocho meses, pero su familia le animó a que él también viajara a Europa. “La gente de su generación se iba fuera y les iba bien”, me dijo su madre Aminatta. “¿Por qué no él?” En la mañana del 13 de septiembre de 2019, Candé partió hacia Europa llevándose consigo una copia del Corán, dos pares de pantalones, una camiseta, un diario con tapas de piel y 600 euros. “No sé cuánto tiempo tardaré”, le dijo Candé a su esposa esa mañana. “Pero te quiero y regresaré”.

Libia+Migración
Denegado el permiso de visitar el centro de detención de Al Mabani, un dron captó una escena del patio interior con 65 migrantes arrodillados mientras los guardias golpean a uno de ellos por mirar hacia los lados.pierre kattar / THE OUTLAW OCEAN PROJECT

Candé cruzó en coche el África central, haciendo autostop o como polizón en coches y autobuses, hasta llegar Agadez, en Níger, conocida antes como la Entrada al Sáhara. En enero de 2020 llegó a Marruecos, donde quiso pagar para que lo llevaran en barco a España, pero le pedían 3.000 euros. Jacaria le rogó que regresara. Sin embargo, Candé le contestó: “Trabajaste duro cuando estabas en Europa. Enviaste dinero a la familia. Ahora me toca a mí. Cuando yo llegue, podrás regresar a casa y descansar, y yo haré el trabajo”. Había escuchado que en Libia podía reservar un espacio en una patera para alcanzar Italia. En diciembre llegó a Trípoli y alquiló una habitación en Gargaresh, una barriada de migrantes.

Mientras esperaba la llegada del Ramadán, Candé encontró maneras de pasar el tiempo sentado en su celda: intentó aprender árabe con Luther y jugaba al póker. Este relató en su diario una protesta de las reclusas: “Están sentadas en ropa interior porque también exigen que las liberen”, escribió. En un momento dado, Candé y Luther tuvieron que cuidar de un migrante que parecía estar sufriendo un brote psicótico. “Estaba tan enfadado que tuvimos que inmovilizarlo para dormir tranquilos”, escribió Luther. Finalmente, tras las súplicas de Candé, los guardias se lo llevaron al hospital, pero tres días después regresó igual de perturbado. “Una situación increíble”, escribió Luther.

Hacia finales de marzo, los guardias les comunicaron que no liberarían a nadie por Ramadán. “Así es la vida en Libia”, escribió Luther. “Tendremos que seguir teniendo paciencia para disfrutar de nuestra libertad”. Pero Candé estaba destrozado. Cuando lo detuvieron por primera vez, consiguió que la Guardia Costera no le confiscara el teléfono móvil. Lo había escondido, preocupado de que, si lo pillaban, lo castigarían con severidad. Sumido en la desesperación, decidió correr el riesgo de enviar un mensaje de voz por WhatsApp a sus hermanos para explicarles la situación, y les suplicó que intentaran hablar con su padre. Luego aguardó, con la esperanza de que reunieran de alguna manera el rescate.

A las dos de la madrugada, un fuerte ruido procedente de la Celda 4 despertó a Candé. Varios presos sudaneses intentaban abrir la puerta principal para escapar. A Candé le preocupaba que los demás presos recibieran castigos por su culpa y despertó a Soumahoro, quien, junto a otros doce compañeros de celda, se enfrentó a los sudaneses. “Intentamos escapar varias veces”, les dijo Soumahoro. “Pero nunca funciona... Y al final nos dan una paliza”. Como los sudaneses no atendían a razones, Soumahoro dijo a Candé que alertara a los guardias, que maniobraron un camión de arena para aparcarlo contra la puerta de la celda, bloqueándola por completo.

A continuación los sudaneses arrancaron las tuberías de la pared del baño y amenazaron con ellos a quienes habían intervenido. A un migrante le hirieron en el ojo, otro cayó al suelo con sangre brotándole de la cabeza. Los dos grupos empezaron a arrojarse objetos: zapatos, baldes de plástico, botellas de champú, trozos de cartón yeso. Algunos migrantes pedían ayuda, gritando: “¡Abrid la puerta!” Pero los guardias se reían y aplaudían, filmando la pelea con sus teléfonos como si fuera un partido en una jaula. “Seguid luchando”, dijo uno mientras metía botellas de agua a través de la rejilla para mantenerlos hidratados.

A las cinco y media de la madrugada los guardias se fueron y regresaron con rifles semiautomáticos. Sin previo aviso, comenzaron a disparar contra la celda a través de la ventana del baño durante diez minutos seguidos. “Aquello parecía un campo de batalla”, me dijo Soumahoro. A Candé, que se había estado escondiendo en la ducha durante la pelea, le dispararon en el cuello. Se tambaleó a lo largo de la pared, manchándola de sangre, y luego cayó al suelo. Soumahoro intentó frenar la hemorragia con un trozo de tela. Diez minutos después, Candé murió.

El director de la cárcel de Al Mabani, Al-Ghreetly, llegó unas horas después. Cuando pusieron a Candé frente a la puerta, Al-Ghreetly gritó a los guardias: “¿Qué habéis hecho? ¡Podéis hacerles cualquier cosa, pero no matarlos!” Los presos se negaron a entregar el cuerpo a menos que los dejaran en libertad, y los guardias, aterrorizados, convocaron a Mohammad Soumah, su colaborador, para negociar. Antes de las nueve de la mañana, los guardias tomaron posiciones cerca de la salida con las armas en alto. Soumah abrió la puerta de la celda y les pidió a los trescientos migrantes que lo siguieran en fila india, lentamente y sin hablar, hasta la salida. Muchos conductores que a esa hora se dirigían al trabajo aminoraron la marcha para mirar, boquiabiertos, el flujo de migrantes que salían del recinto y se fundían en las calles de Trípoli.

En las semanas posteriores a la muerte de Candé, los presos liberados corrieron rápidamente la voz sobre lo ocurrido. La información llegó a oídos de Ousmane Sane, el representante consular no oficial de Guinea Bissau en Libia, de 44 años. Sane fue con Balde, el tío de Candé, a la comisaría de policía que está cerca de Al Mabani, donde les entregaron una copia del informe de la autopsia. En los días siguientes, se movieron por Trípoli para saldar las deudas de Candé, en las que había incurrido ya muerto: 166 euros por la estancia en el hospital, 16 euros por la sábana blanca y la ropa de entierro, 209 por el nuevo entierro.

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La familia de Candé se enteró de su muerte dos días después. Samba, su padre, me dijo que apenas podía dormir ni comer: “La tristeza me pesa mucho”. Hava, su mujer, ya había dado a luz por tercera vez, a una niña llamada Cadjato que ahora tiene dos años, y me dijo que no se volvería a casar hasta que no se le agotara el llanto. “Mi corazón está roto”.

Al-Ghreetly fue suspendido a raíz de la muerte de Candé, pero unas semanas después fue restituido en su puesto al frente de Al Mabani.

Tras la muerte de Candé, José Sabadell, el embajador de la UE, pidió abrir una investigación formal, pero nunca se llevó a cabo. Un portavoz finalmente condenó el maltrato a los migrantes e instó a Libia a mejorar sus condiciones en los centros. El compromiso de Europa con los programas antiinmigración que implementa Libia permanece inquebrantable. El año pasado, Italia renovó su Memorando de Entendimiento con Libia y desde marzo ha invertido otros 3,5 millones de euros en la Guardia Costera. La Comisión Europea se comprometió a desarrollar un centro de control marítimo “nuevo y modernizado y a comprar tres barcos más”.

El 12 de abril, pasadas las cinco de la tarde, un grupo de orantes, Balde, Sane y unas veinte personas más acudieron al cementerio Bir al-Osta Milad para asistir al funeral de Candé. Los asistentes rezaron en voz alta mientras el cuerpo de Candé descendía a un hoyo poco profundo, de no más cinco metros de profundidad, cavado en la arena. Al unísono todos alabaron a dios. Después, uno de ellos garabateó con un palo el nombre de Candé en el cemento húmedo.

Ian Urbina es periodista de investigación y director de The Outlaw Ocean Project, una organización periodística sin ánimo de lucro con sede en Washington DC que se dedica a investigar y a contar los crímenes contra los derechos humanos y medioambientales que ocurren en los océanos