La juventud y los demagogos Por: Dr. Francisco Cuesta Safadi

La juventud hitleriana soñó junto a su líder que la guerra le depararía gloria y dominio mundial. El resultado final le fue adverso y concluyó exterminada por las fuerzas aliadas. Sus sobrevivientes debieron maldecir la memoria de Hitler, cuyos embuste

La juventud hitleriana soñó junto a su líder que la guerra le depararía gloria y dominio mundial. El resultado final le fue adverso y concluyó exterminada por las fuerzas aliadas. Sus sobrevivientes debieron maldecir la memoria de Hitler, cuyos embustes pasaron a la historia como ejemplos de delirante demagogia que terminó en el colapso de sus incautos seguidores.

Los adolescentes de cualquier época caen fácilmente rendidos ante los cantos de sirena de revolucionarios que, como en Ecuador, depositan en sus manos infantiles los votos que eligen gobernantes. Es una ley humana que los adolescentes carezcan de ideales políticos precisos, pues predominan en ellos los motivos de carácter básicamente biológico. Alimentan sí, anhelos de justicia y libertad al igual que el de aventuras con acontecimientos triunfantes e idílicos inyectados por los demagogos. Son seres con instintos de lucha que les hacen sumarse a la prometida “construcción de un mundo nuevo”. El fenómeno es común en todas las latitudes y Ecuador no es la excepción.

Guardando las lógicas proporciones con lo ocurrido a la juventud alemana de los años 30 y 40 del siglo pasado, observamos los afanes de nuestro Gobierno por apropiarse de la historia y transmitir su propia versión a los jóvenes. En las sabatinas aparece como redentor de la juventud, mientras se consuma una política económica de despilfarro y endeudamiento que golpeará inmisericorde a esa misma juventud cuando pretenda desenvolverse en función de su futuro personal: sobrevivirá, de ser posible, en una sociedad sin esperanzas ni valores superiores. En principio es plausible cualquier intento por mejorar la educación de los adolescentes, pero sería repudiable que responda a un reclutamiento fascistoide para mantener el poder. Hace nueve años, los jóvenes que mañana podrán sufragar apenas sabían leer y escribir correctamente. Escuchaban que Correa era un iluminado y creían (algunos creen aún) que la historia pasada la forjaron traidores y opresores. Al mismo tiempo, la revolución ciudadana invadía publicitariamente sus hogares, incursionaba en sus colegios y enseñaba que la diatriba, la prepotencia y el odio entre clases son expresiones necesarias para asegurar el triunfo de una revolución permanentemente en marcha.

Esos jóvenes son seres humanos que por cientos de miles buscan anualmente incorporarse a un mundo laboral que no les acoge por la crisis absurda que padecemos. Son seres que tampoco ingresarán a las universidades “artificiales” que menciona Jaime Damerval, ni mostrarán sus virtualidades en una sociedad en crisis por culpa de los dilapidadores contratos a dedo, calificados de “ilegales, ilegítimos e inmorales” por Andrés Páez. Este Gobierno nos ha endeudado hasta las orejas, se ha excedido de los límites legales, condenando por décadas a nuestra sociedad a un penoso subdesarrollo.

Si Hitler llevó a la juventud alemana al exterminio bélico, la revolución ciudadana está llevando la nuestra a la frustración o a tener que optar por huir de un país donde el emprendimiento individual no tendrá recompensas. Un país incapaz de apoyar a quienes empiezan una nueva vida con ansiedad y temor. Un país en el que, al cabo de diez años de desalentar y perseguir al empresario, un ministro hipócritamente conciliador “informa” que nueve de cada diez empleos son provistos por la empresa privada.

Ser joven constituye en sí mismo un valor que hay que cuidar. Utilizarlo con fines electorales para después abandonarlo si no continúa sometido al yugo revolucionario, constituye un caso de lesa patria que desde ahora condenamos.

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