Estados Unidos regresa a Cuba

La visita de Barack Obama a Cuba es la primera de un presidente norteamericano desde Calvin Coolidge en 1928. Inversores norteamericanos, expatriados cubanos, turistas, académicos y timadores llegarán detrás de Obama. La normalización de la relación bilateral planteará oportunidades y peligros para Cuba, y será una gigantesca prueba de madurez para Estados Unidos. La Revolución cubana liderada por Fidel Castro hace 57 años fue un profundo agravio para la psiquis estadounidense. Desde la fundación de EE. UU., sus líderes han reclamado el derecho al excepcionalismo norteamericano. Tan convincente es el modelo estadounidense, según sus líderes, que todo país decente debe, sin dudar, optar por seguir su liderazgo. Cuando los gobiernos extranjeros son tan tontos de rechazar el estilo norteamericano, deberían esperar un castigo por perjudicar los intereses estadounidenses (vistos como alineados con los intereses universales) y amenazar así la seguridad de EE. UU.

El medio siglo de economía al estilo soviético, exacerbado por el embargo comercial y otras políticas relacionadas, cobró un precio muy alto. En términos de poder adquisitivo, el ingreso per cápita de Cuba sigue siendo aproximadamente una quinta parte del nivel de EE. UU. Sin embargo, los logros de Cuba en cuanto a alfabetismo y salud pública son sustanciales. La expectativa de vida en Cuba es igual que en EE. UU. y muy superior que en la mayor parte de América Latina.

La normalización de las relaciones diplomáticas crea dos escenarios muy diferentes para las relaciones entre ambos países. En el primero, EE. UU. revierte sus malos hábitos de antes y le exige a Cuba que tome medidas draconianas a cambio de relaciones económicas bilaterales “normales”. El Congreso, por ejemplo, podría exigir inflexiblemente la restitución de la propiedad que fue nacionalizada durante la revolución; el derecho ilimitado de los norteamericanos a comprar tierra y otras propiedades cubanas; la privatización de empresas estatales a precios de liquidación, y el fin de políticas sociales progresistas como el sistema de salud pública. La cosa podría tornarse desagradable. En el segundo escenario, que significaría romper con los antecedentes previos, EE. UU. ejercería el autocontrol. El Congreso restablecería las relaciones comerciales con Cuba, sin insistirle en que se reinvente a la imagen de EE. UU. u obligarla a revisar las nacionalizaciones posrevolución, ni a abandonar la atención médica financiada por el Estado o abrir el sector de la salud a inversores privados norteamericanos. Los cubanos aspiran a una relación así, de mutuo respeto, pero se encrespan ante la perspectiva de un servilismo renovado. Esto no quiere decir que Cuba debería avanzar en la aplicación de sus propias reformas lentamente, sino con celeridad y hacer su moneda convertible para el comercio, expandir los derechos de propiedad y (con sumo cuidado y transparencia) privatizar algunas empresas.

Estas reformas basadas en el mercado, combinadas con una sólida inversión pública, podrían acelerar el crecimiento económico y la diversificación, protegiendo al mismo tiempo los logros de Cuba en el área de salud, educación y servicios sociales. Cuba puede y debe apuntar a una democracia social al estilo de Costa Rica, en lugar del capitalismo más crudo de EE. UU.

Project Syndicate