La desigualdad: importa , es inevitable

La discusión sobre la desigualdad ocupa espacios prominentes en la discusión pública. El año pasado, el profesor Angus Deaton, de Princeton, recibió el Premio Nobel de Economía por sus estudios sobre la medición de la desigualdad en los ingresos, y Tomás Piketty causó furor con su libro acerca de la estructura del capital en el siglo XXI.

Es un tema central en las campañas electorales y es tópico adoptado y pregonado por los populistas, quienes son rápidos para promover no tan solo la igualdad sino la felicidad a los desposeídos (aparentes o no). Su análisis ocupa una buena parte del tiempo en la discusión académica, en materias que abarcan desde el estudio de la ética hasta las altas matemáticas.

En importante medida, y tal como lo establece Deaton, la desigualdad en los ingresos nace del triunfo de los pocos, y la monotonía de los muchos. Hemos podido observar cómo en la nueva casta de billonarios quienes dominan el panorama son los empresarios, inventores y promotores geniales que impulsaron la tecnología, que es la característica principal de nuestra era. Son quienes rompieron los paradigmas de mercado y con su ingenio y visión han escalado a las cimas de la prominencia económica.

La desigualdad nace también del acceso al capital. El manejo del dinero no es sencillo, pero cuando se lo hace de forma idónea, se convierte en la semilla de la futura prosperidad. Los ricos, quienes basan sus fortunas en el manejo del capital, obtienen réditos inmensamente mayores que los que obtuvieran si dedicasen su tiempo a las tareas manuales o a la prestación de servicios, actividades que por sí mismas imponen techos a las posibilidades de realización de ingresos en el tiempo.

Existe la transmisión generacional de las fortunas; el establecimiento de redes de amigos, socios y colaboradores. El dinero permite “comprar” talento y con ello asegurar la provisión de servicios, el control de los activos, las estrategias de mercado y el desarrollo de nuevos productos que permiten consolidar las fortunas. Es el lado positivo de la desigualdad, desigualdad que es parte importante del diseño de la ley natural, y en la especie humana se la observa en la diversidad de talentos, la distribución de la inteligencia, las personalidades y los ambientes en los que operamos en nuestras vidas productivas.

Hay también el lado oscuro de la desigualdad. Donde conviven la opulencia con la miseria, produciendo el desperdicio de una tercera parte de los alimentos mientras hay quienes viven hambreados, sin acceso a oportunidades, asediados por las enfermedades, o simplemente “dejados atrás”.

Hay un lado perverso que se origina en la corrupción, el robo, la esclavitud, el abuso y la envidia. Cuando la desigualdad llega a los extremos se rompe la democracia y se da origen a la plutocracia, al capitalismo alcahuete, a las mordidas, y a la compra de conciencias. Existe, por consiguiente una dimensión ética que obliga a la sociedad a reprobar estas manifestaciones y a premiar el correcto proceder.

La desigualdad es inevitable. Es por ello importante admitir que su aceptación debe reconocer los límites que el convivir civilizado impone.

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