Desconcierto

Nuestra aspiración a vivir en paz y confiar en las instituciones y organismos a cuyo cargo está asegurar esa convivencia pacífica, comenzó a robustecerse con la derrota del correísmo. Alentadores aires anunciaban la posibilidad de una nueva etapa carente de escándalos, de latrocinios y de persecuciones protagonizadas por una banda que presumía ser un movimiento político fundador de una nueva república. La depuración era imprescindible y esa meta moral fue anunciada honestamente por el nuevo gobierno. La generalizada y casi estructural corrupción de toda una década estaba, pues, condenada a desaparecer y nuestra fuerza pública, tanto policial cuanto militar, sumada a una administración de justicia severa y pulcra, debían brindar su invalorable aporte. Los casos aislados cometidos por quienes no supieron resistir a las tentaciones que el narcotráfico ofrecía, podían pasar ante la opinión pública como defecciones inherentes a la específica condición humana de esos malhechores, que no detienen el desarrollo moral y económico de una nación decidida a mejorar su destino. Ningún país en el mundo está libre de sinvergüenzas y sus gobiernos pueden proclamarse exitosos en su lucha contra la corrupción cuando esta es arrinconada y reducida a expresiones mínimas.

La noticia de que un vehículo con una tonelada de droga había ingresado a un emplazamiento militar fue desconcertante. La opinión ciudadana atribuyó ese hecho a una extremada y torpe temeridad de sus autores y pocos imaginaron que el hecho podía contar con alguna permisividad. La buena fe ciudadana comenzó a olvidar el incidente, pero hoy ha sido sacudida nuevamente con el descubrimiento del tráfico de material bélico con las huestes genocidas de Guacho.

Nuestro ministro de Defensa ha brindado una imagen de pulcritud y severidad, ganándose la confianza de quienes estamos fuera de su ámbito de acción. Su ministerio ha informado que tan repudiable comercio habría sido practicado por “infiltrados” disidentes de las FARC. ¿Cómo pudieron infiltrarse? ¿Cómo burlaron nuestros servicios de inteligencia? ¿Cuánto llevan infiltrados? ¿Visten el mismo uniforme de nuestros militares? Son preguntas carentes aún de respuestas y que aluden quizás a hechos que revisten mayor gravedad que la de la simple sustracción de municiones o armamento por cuenta de nuestros propios militares. Los infiltrados son siempre gente extraña a la organización a la que tienen acceso subrepticiamente, engañando a los demás o a quienes sea necesario embaucar respecto a su verdadera identidad, espiando para terceros, saboteando programas, reclutando aliados para el debilitamiento de nuestra organización militar, etcétera. Todo ello suena tenebroso, a traición a la patria, y constituiría un problema más grave que el generado por simples ladronzuelos nacionales, identificables y judicializables. Admitir la posibilidad de infiltrados podría constituir, consecuentemente, un problema mayor.

Lo mismo da que los bienes enviados a nuestros enemigos sean municiones, fusiles o ametralladoras. Las primeras son expelidas por las últimas, penetran en las entrañas, destrozan órganos y huesos, causando la muerte de sus víctimas. Separadas unas de otras serían inofensivas, pero el delito cometido con su sustracción siempre persigue la desaparición de otros seres humanos.

Justo es, entonces, que la desconcertante actuación al interior de las FF. AA. culmine con la investigación y depuración ofrecidas por el ministro de Defensa. Festejaríamos conocer que habría verdaderamente un final.