El delito no es migrar
Desde que hace 70 mil o más años los primeros seres humanos salieron de África hacia Asia en busca de mejor clima, las migraciones son un fenómeno plenamente justificado. Nadie se va de su tierra sino porque busca, espoleado por las circunstancias, mejores condiciones de vida.
Los sirios o los iraquíes que salen de sus países devastados, los somalíes o mauritanos que navegan hacia Europa en busca de un presente menos atroz, o los venezolanos que huyen del criminal régimen chavista, no tienen alternativa. Tampoco la tuvieron los millones de ecuatorianos que se han ido hacia EE. UU., Italia o España. De vacaciones no fueron, de vacaciones no están.
La muerte, la semana pasada, de un padre veinteañero y su tierna hija en las fronterizas aguas del río Bravo, y el miserable trato que el gobierno de Donald Trump da a los migrantes detenidos nos obliga a ver el tema como uno de alta prioridad. Más cuando, en un gesto irresponsable con sus propios ciudadanos, el presidente López Obrador ha acogido las amenazas económicas de Trump y ordenado militarizar la frontera mexicana para impedir el tránsito de migrantes hacia EE. UU.
Los productos no serán castigados y la economía no se resentirá, pero la decisión de México es un espejismo: el flujo migratorio no variará y solo se logrará lo que ya denunció el diario español El País: los coyoteros duplican su ‘honorario’ para pasar migrantes pues aducen que ahora deben coimear también a los guardias militares.
La ONU fijó en 260 millones el número de personas que migró el último año. Parecen muchas, pero no lo son: apenas el 3 % de la población mundial. Ese flujo, casi siempre involuntario, debe ser visto y tratado como lo que es: un imperativo que emerge de nuestra capacidad de razonar y nuestro humano deseo de progresar. No es una necedad, es una necesidad.
Migrar/huir/soñar es el acto más comprensible del mundo; lo irracional e inhumano, casi lo delictivo, es oponerse a ese fenómeno desesperado. E inevitable. Lo delictivo es tratar a los migrantes como si fueran la peste y no lo que son: la versión triste, pero digna... de nosotros mismos.