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Mateo Kingman, músico
Protagonista. Durante dos días, el músico Mateo Kingman se mantuvo al tope de las tendencias en las redes, pero no precisamente por sus canciones.ARCHIVO

Sí se puede debatir el escrache feminista

Tres problemas que plantea la cultura de la cancelación: el de la justicia, el de la ética en el arte y el del propio feminismo.

“Decido hacer esto porque está en mis manos que otras mujeres no sufran daño de un agresor misógino que tiene un inmenso poder”. Con estas palabras, la joven cineasta ecuatoriana Ana Cristina Barragán (autora de ‘Alba’, una película con premios en los festivales de Róterdam, Toulouse y San Sebastián), denunciaba públicamente en las redes sociales al músico y cantante Mateo Kingman, una de las figuras más internacionales del pop ecuatoriano. Por abuso sexual y violencia psicológica. Ocurrió el 9 de diciembre. Al día siguiente, el medio digital GK publicó una investigación que incluía los testimonios de anteriores parejas sexuales del cantante. La larga lista de intimidades y los detalles truculentos no podían sino propagarse como la pólvora en el Twitter. En cuestión de horas y durante dos días consecutivos, la historia de Mateo Kingman se mantuvo en el tope de las tendencias.

“Mateo Kingman cancelado” fue, si no la frase más usada en esos centenares de mensajes, sí el concepto en torno al cual giraba la mayoría de ellos. “Estás cancelado por abusador y psicópata”. “Kingman vetado por violento y machista”. “Es un abusador, dejen de promocionar sus canciones”. “No más tarima ni fama para Mateo Kingman”. “Cancelado por misógino, violentador y extractivista” (sí: extractivista). Algunos músicos que grabaron o compartieron escenario con él prometieron no volverlo a hacer. Un grupo de periodistas que cubren la escena musical ecuatoriana publicó un manifiesto con el anuncio de que el músico no recibiría más cobertura ni espacios de su parte. Alguna plataforma retiró sus canciones del aire. A las demás, especialmente las internacionales, se las puso al corriente de la denuncia, con la esperanza de que hicieran lo mismo. Un diligente tuitero escribió una por una a las radios de Estados Unidos, España, Argentina…, a las disqueras, a las productoras, al propio Gustavo Santaolalla que trabajó con él. Todo en medio de una explosión de insultos violentos (la mayoría impublicables) y un escrache indetenible que se pueden resumir en la sentencia de un activista: “Mateo Kingman, no mereces una carrera”.

No es la primera vez que una “cancelación” de estas características ocurre en el país y, lo mismo que las anteriores, esta se caracterizó por la imposibilidad de someterla a debate. Las pocas personas que reaccionaron en las redes corrieron casi la misma suerte que el artista cancelado. El tuitero que arriesgó la tímida pregunta “¿Ya decidieron que es culpable?”, por ejemplo, fue exhibido como “futuro violador”. El que cuestionó el contenido del artículo de GK mereció una respuesta parecida: “¿Otro abusador?”. Y así, en cada caso, operó la lógica del linchamiento, en la que no hay espacio para la reflexión. Una lástima porque la “cancelación” abre la puerta de numerosos debates. Baste con señalar tres: el debate sobre la justicia, el debate sobre el feminismo y el debate (que hoy vuelve a aparecer de la mano de un periodismo cultural no ilustrado) sobre la naturaleza de la relación entre la ética y la estética.

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El debate sobre la justicia es claro. De las denuncias de Ana Cristina Barragán y las otras mujeres, se desprenden dos delitos que podrían imputarse a Mateo Kingman y que él, de hecho, en un comunicado con el que pretende rehacer su imagen comercial de hombre deconstruido de inspiración telúrica y sempiterno buen rollito, admite: contagio negligente de enfermedad de transmisión sexual (que no consta en el Código Penal pero podría ser asimilado al delito de agresión) y violencia psicológica. La Fiscalía abrió una investigación de oficio. Las víctimas no presentaron denuncia, optaron por lo que se denomina “escrache feminista”: una respuesta necesaria, dicen sus defensores, porque la Justicia no actúa. El argumento es inquietantemente parecido al que usan los profundamente antifeministas defensores del libre acceso a las armas de fuego: es necesario porque la Policía no actúa.

“La justicia que queremos la construimos nosotras para nosotras”, escribió Ana Cristina Barragán. Eso explica por qué prefirió el escrache a la denuncia. No hace falta explicar por qué semejante concepción de la justicia podría llevarnos a la ley de la selva. Aun así, hubo juristas que retuitearon esta frase. El problema es que, mientras la denuncia penal exige precisión y objetividad en la presentación de los hechos, el escrache se beneficia exactamente de lo contrario: cuando más subjetivo, ampuloso, victimista y retórico sea el llamado, mejores serán los resultados. Porque lo que se busca no es llevar al acusado ante los tribunales para que reciba un castigo justo y proporcionado a sus delitos, sino destruir su vida. La palabra lo dice todo: cancelarlo. Una inteligente tuitera lo resumió con precisión y elegancia: “El linchamiento -escribió- no es una forma de justicia que combate la violencia, es una forma de violencia que amenaza la justicia”.

En cuanto al debate sobre el feminismo, quizá vale la pena reflexionar en lo que la cultura del Internet está haciendo con este, el movimiento social responsable de la revolución más importante que se ha dado en el mundo en los últimos cincuenta años. Estamos ante lo que la filósofa alemana Svenja Flasspöhler ha llamado “feminismo de hashtag”. El problema con etiquetas como #YoTeCreo, dice ella, no sólo es que atribuyan toda responsabilidad a los hombres y reserven para las mujeres el papel de víctimas indefensas sino que, al hacerlo, reproducen la lógica patriarcal según la cual todo gira en torno al deseo del hombre. En el centro del #MeToo y del #YoTeCreo está la sexualidad masculina. “Un feminismo ilustrado y progresista -dice Flasspöhler- no debería infantilizar a las mujeres, hacerlas más pequeñas de lo que son”. El feminismo debería buscar “que las mujeres asuman su potencia”, no su condición de víctimas, como impone el feminismo de hashtag.

Finalmente está el debate sobre el arte. Resulta que Mateo Kingman es -respetando el gusto de quienes opinen lo contrario- un músico excelente. Así lo creen los mismos periodistas que hoy firman un manifiesto para cancelarlo. Eduardo Varas, uno de ellos, ha reflexionado en otros textos sobre este tema que, para él, tiene que ver con la relación entre la ética y la estética. Que no son campos separados, dice citando al ensayista de su generación Juan Carlos Arteaga, “sino que el tráfico entre ambos es cada vez más evidente para el consumidor”. Varas y Arteaga hablan del arte como si hablaran de una zapatilla Nike (o lo que fuera) producida por un niño famélico en Tailandia. En realidad, uno esperaría que una obra musical, o plástica, o literaria, fuera portadora de un aura que le confiera un valor por encima de su condición de objeto de consumo.

Por supuesto, hay una relación entre la ética y la estética. Milan Kundera escribió que una novela que no se plantee iluminar algún aspecto de lo humano (es decir, una novela que se limite a ser entretenimiento ligero) es una novela inmoral. Se puede estar en desacuerdo con este planteamiento pero no con el lugar en que el escritor checo sitúa la intersección entre ética y estética: la propia obra. Para nuestra nueva generación de periodistas culturales, en cambio, la relación entre ética y estética se sitúa en la cama del artista. Habría que cancelar a Picasso, entonces, que fue un gran maltratador de mujeres. Pero resulta que Picasso, a la hora de crear, nunca se mintió, nunca dejó de buscar, de colocarse al límite, de exprimir la gramática de la pintura y llevarla siempre un paso más allá, mientras que otros pintores (en Ecuador hay casos notables) encontraron un estilo que les ayudó a vender cuadros y lo explotaron hasta la muerte. Es en esta diferencia de conductas ante la propia obra donde hay que situar el problema de la ética en las artes, no en el comportamiento sexual del artista. Por tanto, la cancelación en el arte es poco menos que una estupidez.

Justicia, feminismo, arte… Son sólo tres de una lista larga de debates posibles que plantea el escrache feminista. Pero resulta que no se puede, que se corre el riesgo de que lo escrachen a uno. ¿No va siendo hora de hacer algo al respecto?

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