Pena. Altar en Lomas de San Miguel por tres de los ladrones asesinados.

La cruenta venganza del senor de los gallos

Jorge Aduna Villavicencio es un tipo duro, recio, de los que se hacen respetar. Un patrón de rancho a la vieja usanza. De otra manera no podría haber gestionado con tanta eficacia una gallera, un lugar donde a menudo las disputas -una espuela afilada d

Jorge Aduna Villavicencio es un tipo duro, recio, de los que se hacen respetar. Un patrón de rancho a la vieja usanza. De otra manera no podría haber gestionado con tanta eficacia una gallera, un lugar donde a menudo las disputas -una espuela afilada de más, la decapitación de un gallo de raza- se resuelven a balazos. Por eso, el día que unos ladrones robaron en su mansión no se le ocurrió descolgar el teléfono para avisar a la policía.

La que sigue es una historia de venganza. De cómo el gallero más importante de Puebla y Tlaxcala, en el centro de México, orquestó el secuestro y asesinato de los seis hombres. Los sicarios que contrató, según la reconstrucción de la fiscalía, descuartizaron y calcinaron los cadáveres en bidones rociados con diésel. En la corteza metálica abrieron pequeños agujeros para que la combustión fuese más rápida.

La fecha del robo es un misterio. Debió de ocurrir a principios de octubre de 2015, ya que a partir de esa fecha se desató la locura homicida en la ciudad de Puebla. Aduna contrató a un matón de Tamaulipas entrenado en la lógica violenta de Los Zetas, y reclutó a dos policías, uno en activo y otro expulsado del cuerpo. Sumó a la persecución a su escolta, un cuarentón de carácter duro, y a su chofer, de 20 años. La maquinaria estaba en marcha.

Hay dos enigmas en la investigación. El primero, si los asaltantes sabían con quién se metían. El dueño de la empresa Gallística era adinerado y debía esconder un buen botín, pero, ¿merecía la pena correr un riesgo semejante? El mundo de los gallos está tan ligado al hampa como el del boxeo o la música banda.

La segunda es: ¿qué ocurrió durante el asalto a la mansión? Se sabe muy poco. Una de las versiones que circula por Puebla refiere que una familiar de Aduna fue violada, lo que explicaría la saña. ¿O es que se robaron algo de mucho valor?

Lo que es seguro es que los ladrones se llevaron un iPad. A través de la App Find my iPhone, los sicarios localizaron a uno de ellos cuando conectó el aparato a una red wi-fi. A los pocos días, el 19 de octubre de 2015, Marco Antonio Cuautle fue secuestrado cuando conducía una camioneta. La última vez que alguien lo vio estaba vendiendo leche frente a una clínica del seguro social mexicano. Era lechero.

Ramón Limón era licenciado en Derecho, pero no ejercía. Se ganaba la vida con trabajos de carpintería, albañilería y fontanería. Nueve días después de la desaparición del lechero, dos camionetas le cortaron el paso en mitad de la carretera. Viajaba con su mujer y su hija. Dos semanas después, un hombre se acercó a Pedro Negrete y Luis Flores a ofrecerles trabajo. En el barrio todos sabían que eran buenos herreros, además de que Flores criaba cabras. La policía cree que el hombre que se hacía pasar por capataz era Antonio Cantú, el sicario llegado desde el norte. Un ángel de la muerte paseando por la Puebla colonial.

El penúltimo de los abducidos habría de ser Rogelio Rivera, sin más credenciales que las de limpiaparabrisas. Lo engañaron como a los dos anteriores, ofreciéndole un trabajo. Al día siguiente se llevaron al último, el marginado Bryan Gerardo, quien lo mismo pedía en los semáforos que robaba el bolso a una anciana. El tipo que se le acercó dijo que buscaba cocaína, pero no era cierto. Quería abrasarlo en un bidón.

Los seis fueron secuestrados en la marginal colonia Lomas de San Miguel, en un lapso de 39 días. La gente de este barrio vivió entonces un periodo de psicosis. El séptimo podía ser cualquiera.

La mujer de Pedro Negrete, el herrero, ha cerrado con candado el cuchitril en que vivían en la calle Juan Rojas y se ha marchado sin decir una palabra. La abuela de Luis se evade sacando a las cabras de paseo, como le gustaba hacer al nieto. El tiempo parece haberse detenido en este arrabal.

Mari Carmen Cruz, una vecina, levantó un altar con fotos de sus amigos. Dice que conocía mucho a Pedro. “Si robaron, que los metieran en la cárcel. No tenían que matarlos de una forma tan cruel”.

El perro de Pedro vaga por la calle sin rumbo. Ya no tiene dueño. Tampoco tiene nombre. Pedro nunca le puso nombre.

El caserón en el que se perpetró la venganza, en el barrio de San José El Conde, acabó convertido en un matadero. En febrero la policía halló un machete, un hacha y tres cuchillos con restos humanos. En una habitación, los galones del lechero. En otra un cuaderno de bitácora sobre las rutinas diarias de las víctimas. Todo estaba planeado. El señor de los gallos no iba a olvidar, así como así, a los que se atrevieron a entrar sin permiso en su corral.