Brasil, entre la justicia y la democracia
La próxima elección presidencial en Brasil -novena desde la restauración de la democracia en 1985- tendrá lugar en un contexto desolador. El proceso electoral está distorsionado por un sinfín de escándalos judiciales y de corrupción, y hay una creciente desconexión entre la justicia y la democracia. En una de las derivaciones del escándalo de corrupción revelado por la operación Lava Jato -que desde 2014 ha sacudido a la clase política, el empresariado y el sistema judicial de Brasil- el expresidente Luiz Inácio ‘Lula’ da Silva fue declarado culpable de corrupción y languidece en una celda, cumpliendo una condena a doce años mientras sigue siendo el político más popular de Brasil, por lo que busca la presidencia. Mas las autoridades electorales dictaminaron que no puede hacerlo. La ley brasileña de “ficha limpia” -promulgada por el mismo Lula en su segundo mandato- prohíbe a personas con condena firme por corrupción candidatizarse a cargos públicos. Muchos abrigamos serias dudas al respecto: Lula está en prisión por un delito relativamente menor -por ahora-, y fue condenado por un tribunal inferior. Desde un punto de vista práctico, mantener a Lula fuera de la competencia aumenta las probabilidades de que se imponga Jair Bolsonaro, exparacaidista militar homofóbico de no tan buena fama, quien antes era el favorito, pero las encuestas comenzaron a indicar que en el previsible balotaje casi todos los otros candidatos lo derrotarían fácilmente. Todo esto cambió cuando Bolsonaro fue víctima de un fallido intento de asesinato y tras sobrevivir por muy poco, recibió una oleada de simpatía. Hoy algunas encuestas lo muestran con más del 30 % de los votos en la primera vuelta. En cuanto a Lula, poco puede hacer, salvo entregar su apoyo a su compañero de fórmula, Fernando Haddad, que fue alcalde de São Paulo y ministro de Educación. Pero aunque el respaldo de Lula mejoró sus perspectivas, Haddad sigue muy por debajo de Bolsonaro. No hay garantías de que los brasileños se unan detrás del oponente de Bolsonaro, o que este no obtenga en primera vuelta una ventaja imposible de superar en el balotaje. En cualquiera de los dos casos, Brasil terminaría con un presidente extremista que elogió a la dictadura militar de los años 60 y 70, solo porque al único candidato que hubiera sido capaz de derrotarlo lo sacaron de la contienda. Podría ser la destrucción de la democracia brasileña en aras de defender la justicia. En un mundo ideal, la justicia y la democracia siempre van de la mano. Pero en el real tenemos que tomar decisiones difíciles y analizar qué estamos dispuestos a sacrificar por un bien mayor. En el Brasil de hoy, eso implica preguntarnos si el cumplimiento de una interpretación estricta de la ley y el castigo a todo aquel que se entregue a prácticas corruptas justifica abrirle la puerta a una amenaza potencial a la democracia. Fuerzas políticas de ultraderecha, autoritarias, populistas y antisistema han acrecentado su poder con la participación en elecciones democráticas, y una vez en el gobierno, se dedican a subvertir las instituciones de la democracia. Tenemos el caso de Hungría. Es posible que muchos tan comprometidos con la democracia estemos en desacuerdo. Solo nos resta esperar que el nuevo compromiso de Brasil con la defensa del Estado de derecho no termine subvirtiéndolo y derribe con él a la democracia.
La próxima elección presidencial en Brasil -novena desde la restauración de la democracia en 1985- tendrá lugar en un contexto desolador. El proceso electoral está distorsionado por un sinfín de escándalos judiciales y de corrupción, y hay una creciente desconexión entre la justicia y la democracia. En una de las derivaciones del escándalo de corrupción revelado por la operación Lava Jato -que desde 2014 ha sacudido a la clase política, el empresariado y el sistema judicial de Brasil- el expresidente Luiz Inácio ‘Lula’ da Silva fue declarado culpable de corrupción y languidece en una celda, cumpliendo una condena a doce años mientras sigue siendo el político más popular de Brasil, por lo que busca la presidencia. Mas las autoridades electorales dictaminaron que no puede hacerlo. La ley brasileña de “ficha limpia” -promulgada por el mismo Lula en su segundo mandato- prohíbe a personas con condena firme por corrupción candidatizarse a cargos públicos. Muchos abrigamos serias dudas al respecto: Lula está en prisión por un delito relativamente menor -por ahora-, y fue condenado por un tribunal inferior. Desde un punto de vista práctico, mantener a Lula fuera de la competencia aumenta las probabilidades de que se imponga Jair Bolsonaro, exparacaidista militar homofóbico de no tan buena fama, quien antes era el favorito, pero las encuestas comenzaron a indicar que en el previsible balotaje casi todos los otros candidatos lo derrotarían fácilmente. Todo esto cambió cuando Bolsonaro fue víctima de un fallido intento de asesinato y tras sobrevivir por muy poco, recibió una oleada de simpatía. Hoy algunas encuestas lo muestran con más del 30 % de los votos en la primera vuelta. En cuanto a Lula, poco puede hacer, salvo entregar su apoyo a su compañero de fórmula, Fernando Haddad, que fue alcalde de São Paulo y ministro de Educación. Pero aunque el respaldo de Lula mejoró sus perspectivas, Haddad sigue muy por debajo de Bolsonaro. No hay garantías de que los brasileños se unan detrás del oponente de Bolsonaro, o que este no obtenga en primera vuelta una ventaja imposible de superar en el balotaje. En cualquiera de los dos casos, Brasil terminaría con un presidente extremista que elogió a la dictadura militar de los años 60 y 70, solo porque al único candidato que hubiera sido capaz de derrotarlo lo sacaron de la contienda. Podría ser la destrucción de la democracia brasileña en aras de defender la justicia. En un mundo ideal, la justicia y la democracia siempre van de la mano. Pero en el real tenemos que tomar decisiones difíciles y analizar qué estamos dispuestos a sacrificar por un bien mayor. En el Brasil de hoy, eso implica preguntarnos si el cumplimiento de una interpretación estricta de la ley y el castigo a todo aquel que se entregue a prácticas corruptas justifica abrirle la puerta a una amenaza potencial a la democracia. Fuerzas políticas de ultraderecha, autoritarias, populistas y antisistema han acrecentado su poder con la participación en elecciones democráticas, y una vez en el gobierno, se dedican a subvertir las instituciones de la democracia. Tenemos el caso de Hungría. Es posible que muchos tan comprometidos con la democracia estemos en desacuerdo. Solo nos resta esperar que el nuevo compromiso de Brasil con la defensa del Estado de derecho no termine subvirtiéndolo y derribe con él a la democracia.