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Una Barcelona “medio libre” en Ecuador

En la Barcelona ecuatoriana, un pueblo costero de Santa Elena en el que apenas se avista el mar, las preocupaciones se viven casa adentro. La vida gira alrededor de la paja toquilla, de su recolección y su cocción.

Un enorme sombrero de paja toquilla, colocado en el parque de la comuna, rinde un tributo al producto insigne de la localidad.

“No sé nada ni de esa tal Cataluña ni de su independencia. Pero nuestra Barcelona siempre fue medio libre. Bueno, olvidada de la mano de Dios más bien. Pero eso también es independencia”, admitía socarrón Saturnino Díaz.

Eran las 11:00 del pasado jueves y el pueblo estaba de fiesta. En este tocayo de la metrópoli española, de la cual obtuvo su nombre, un centenar de estudiantes, bombos y platillos en mano, se aprestaba a recorrer las ocho calles que atraviesan la localidad. Era el Día de la Pluriculturalidad, pero en la comuna aún lo llaman el Día de la Raza. No les importa que hace seis años la fecha se aboliera por considerarla colonialista. La tradición se mantiene.

Horas antes de que los estudiantes del colegio Cristóbal Colón, el único del pueblo, se aprestaran a marchar en homenaje al mestizaje, en la Barcelona española miles de catalanes clamaban por su emancipación, mientras otros tantos mostraban su rechazo y su defensa de la Constitución. Allí, la independencia anunciada y dejada “en suspenso” por el presidente catalán, Carles Puigdemont, ha abierto una profunda brecha social.

Pero nadie opinaba de ese conflicto en la comuna. En la Barcelona ecuatoriana, un pueblo costero de Santa Elena en el que apenas se avista el mar, las preocupaciones se viven casa adentro. La vida gira alrededor de la paja toquilla, de su recolección y su cocción.

La paja toquilla

Así fue siempre, desde que los comuneros recuerdan. La paja toquilla se implantó hace un siglo, y hoy sirve de sustento al 80 % de las familias.

Las ramas tendidas en los exteriores de las viviendas de cemento y madera o colgadas de los árboles, son su tributo a su más arraigada tradición. La modernidad, aseveró Díaz, un artesano sexagenario, llegó hace dos años, cuando se construyó la planta procesadora de la paja: “No habrá cine o museo, pero con la planta nos basta”.

Porque para el pueblo, esa infraestructura, financiada a medias entre el Ministerio de Agricultura y el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA), es una afirmación de que Barcelona entró al siglo veintiuno. Antes de que abriera sus puertas, la vida empezaba a las 04:00. Con ayuda de sus machetes, hombres, mujeres y niños se adentraban en las montañas de las inmediaciones para cortar las plantas y bajarlas, a lomo y amarradas entre sí, hasta las casas, donde se secaba en fogones improvisados. Ahora, la labor se hace en enormes hornos y la producción aumentó en un 50 %.

Los orígenes

Aunque no entienda ni pretenda entender los problemas políticos que acucian a su homónima catalana, Díaz confesó que siempre soñó con conocer aquella ciudad enclavada al otro lado del océano. La leyenda reza que fue un sacerdote español quien puso el nombre a la comuna. Nadie sabe cuándo ni a qué orden pertenecía el religioso, pero el artesano y los demás moradores subrayaron que el cura, con su ceceo cerrado, bautizó así al pueblo porque su río le recordaba a uno de su Barcelona natal.

Alguna vez vio fotos de la imponente urbe, sin embargo, él, como muchos otros, nunca llegó más allá de Guayaquil. Así que se aferró a la tierra que lo había visto nacer. El fenómeno de El Niño, la crisis del 99 y la sequía desolaron el lugar con la fuerza de un tornado, pero los barceloneses se mantuvieron firmes, unidos a sus raíces. Allí, nadie tiene parientes en la Ciudad Condal.

“Estábamos acostumbrados a ser pobres. Nos quedamos, como quien dice, salvando los muebles. Los jóvenes se fueron a las ciudades, sobre todo a Quito y Guayaquil”, apuntó Emperatriz Moscoso, de 72 años y también artesana.

Pero no tener muy claro lo que acontece en la otra Barcelona no es impedimento para que los residentes de la comuna se solidaricen con lo que sucede en España.

Demetrio Prudencio, de 66 años, resumía sus recuerdos con su gruesa voz, con sus pobladas cejas fruncidas: “No sé mucho de esa independencia que ellos piden. Pero aquí, nosotros nos podemos jactar de que, cuando nos tocó, luchamos junto a otros pueblos por la provincialización de Santa Elena”. A su edad ya no alberga grandes esperanzas de conocer tierras ibéricas, pero tampoco parece importarle. “Al final, si el río sí se parece al de Barcelona, entonces algo de España sí pude conocer”, sentencia irónico.

Los más jóvenes

A los más jóvenes, en cambio, la idea de dejar su Barcelona para afincarse en su melliza les parece toda una aventura. “Siempre he querido conocerla. Mis abuelitos y mis profesores me contaban la historia del nombre del pueblo”, enfatizó María Pozo, de 22 años.

Pero al hablar de la independencia, soltó una sonora carcajada. Su concepto de la emancipación tiene mucho más que ver con la mera supervivencia, igual que sucede con sus mayores: “Nosotros somos casi independientes. ¿No ve que hemos tenido que hacer todo? Si queríamos agua, hacíamos pozos. Si había que regar la yuca, construíamos los canales. Estar abandonado, al menos hasta hace poco, sí era ser medio independiente”.