AMLO y la democracia mexicana

Con el resultado de la elección presidencial en México, los analistas de mercados financieros se preguntan qué tan negativo será el efecto en la economía de Andrés Manuel López Obrador (AMLO). La respuesta honesta es que nadie lo sabe con certeza. Pocas cosas les gustan más a los mercados que concluir que un populista no es tan malo después de todo. Lo hicieron con Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil y Ollanta Humala en Perú, entre otros; hoy se están apresurando a encontrar razones para el optimismo. Un motivo de esperanza es que AMLO ha moderado su incendiaria retórica y ya no amenaza con eliminar el TLC de América del Norte. Otro, que los populistas latinoamericanos también pueden ser estrictos en materia fiscal, como Evo Morales en Bolivia. El desempeño de AMLO como alcalde de Ciudad de México fue fiscalmente sólido, y Carlos Urzúa, su probable ministro de Hacienda, jugó un papel en ello. Más aún, el Banco Central de México es competente y con larga tradición de independencia. El jefe de campaña de AMLO ha invertido mucho tiempo intentando crear confianza entre los inversionistas, y es posible que los mercados ya hayan incorporado el costo de lo que AMLO pueda hacer. Probablemente todo esto sea verdad, pero de importancia secundaria. La cuestión clave es cuánto daño AMLO puede hacerle a la democracia mexicana. Las noticias no son buenas. El populismo es un enfoque de política económica que se niega a reconocer la existencia de limitaciones presupuestarias. En consecuencia, cuando los populistas están en el poder, tienden a recaudar montos insuficientes, a gastar y a endeudarse demasiado, y a permitir que aumente la inflación. Pero, por sobre todo, el populismo es un estilo de política que debilita los mecanismos de consulta y contrapeso, pisotea las instituciones y reemplaza la deliberación pluralista por el liderazgo supuestamente infalible de un solo líder carismático. El populismo político es una amenaza creciente a la democracia liberal. Es posible que EE. UU. y Europa recién descubran (o redescubran) esto, pero los latinoamericanos saben bien, a partir de su historia, que el populismo entraña una peligrosa veta autoritaria. El comportamiento de AMLO tras perder la elección presidencial de 2006 por solo 0,5 % de los votos, sugiere lo que podría estar por venir. No debería sorprender que AMLO haya convertido la lucha contra la corrupción en el elemento central de su campaña, conectando con un electorado cansado de los embustes de los políticos y asustado frente a lo que parece ser el colapso del Estado de derecho bajo la presión de la creciente (aunque geográficamente circunscrita) violencia relacionada con las drogas. Nadie espera que AMLO presente un plan de diez puntos para luchar contra la corrupción y la ilegalidad (algunos de sus aliados -varios de ellos exintegrantes del PRI- no son exactamente dechados de transparencia y el remedio que ofrece AMLO para combatir la corrupción, es AMLO. El populismo es una forma de política de identidad. Se nutre de la división, que es el elemento común que liga a populistas de derecha (Trump o Viktor Orbán de Hungría), con los de izquierda (Hugo Chávez o Rafael Correa de Ecuador). México ya está profundamente polarizado. No necesita un presidente que predique una política de división, aunque él resulte ser fiscalmente prudente.