Toca cruzar. Cuando bajan de los buses, las peatonas corren, pero nunca solas.

A 20 pasos de la desgracia

Son cientos las personas, en su mayoría procedentes de los barrios porteños más humildes, que repiten esta temeraria maniobra cada mañana, las que demandan más pasos habilitados porque los tres existentes se encuentran separados por distancias de entre

Han terminado su jornada nocturna en una gasolinera de vía a la costa, situada a 1,3 kilómetros del paso a desnivel más próximo, el de la ciudadela Puerto Azul. A las 07:30, Patricia Chalén, Lourdes Vargas, Andrea Bermello y Cindy España se reúnen en la vereda. Deben atravesar seis carriles, infestados de autos y camiones, para coger el bus que las llevará de vuelta al hogar. Para ellas, esos veinte pasos son una especie de frontera entre la vida y la muerte.

Todas, excepto Andrea, tienen hijos. Están exhaustas, pero el miedo las mantiene alerta. El de Cindy, además, se ha acrecentado desde que se quedó embarazada hace cuatro meses. “Nos sentimos más seguras en grupo. Pero por las noches, aún es peor. Nos ponemos unos buzos rojos para destacar en la oscuridad”, resalta inquieta.

A pesar de los riesgos que asumen, ninguna se plantea caminar hasta el puente peatonal. “¡Eso queda muy lejos!”, exclaman al unísono. Pero coinciden en que algunos conductores “aceleran” cuando las avistan. “No queda otra que correr”, destaca Patricia antes de ‘volar’ hacia el otro lado de la vía.

Son cientos las personas, en su mayoría procedentes de los barrios porteños más humildes, que repiten esta temeraria maniobra cada mañana, las que demandan más pasos habilitados porque los tres existentes se encuentran separados por distancias de entre cinco y siete kilómetros. Asistentas del hogar, jardineros, albañiles, camareras... Muchos incluso se conformarían con un semáforo “en ciudadelas como Vía al Sol, Arcadia o Laguna Club”, entre otras. “No creo que a un vigilante le hagan caso”, valora Andrea.

Quinientos metros más adelante, en Belo Horizonte, el bus 61 y el que viaja de Guayaquil a Chongón descargan a decenas de pasajeros que se lanzan a la calzada al galope. Durante una hora, la escena se repite a cada minuto. El ritual siempre es el mismo. Los peatones bajan, se apiñan y salen en estampida.

El caso de María Toala, que labora en una villa, es uno de los más dramáticos. No puede dejar a su hijo de dos años en casa, de modo que lo lleva en brazos hasta la ciudadela. Al enfilar la carretera, suspira; mira a ambos lados, como si temiera que algún vehículo circulase en dirección contraria; aprieta a la criatura contra su pecho; y reza para sí. “Creo que un carro nos va a atropellar. Por eso voy rápido. Sufro mucho”, constata cuando alcanza la garita de Belo Horizonte.

Al menos ella no ha sentido tan de cerca el final como Alonso Piguave, maestro de la construcción y padre de siete hijos. Hace cinco años, un auto casi lo aplasta. Así que desde entonces, se encomienda a Dios. “¿Qué más puedo hacer?”, lamenta con la mirada hundida en el piso.

Como ha llegado sola, María Jesús Mora, madre de dos chicas, prefiere esperar. Todavía no se ha repuesto del susto que vivió el pasado mayo, cuando una moto estuvo a punto de arrollarla. Le pasó a unos cinco metros. Al rememorar el incidente, su rostro palidece y su voz tiembla. “En ese instante, pensé en mis hijas. Por favor, que los conductores tomen conciencia y vayan más despacio”, suplica.

En la Perimetral también se vive esta tensión, pero los pasos a desnivel están mejor distribuidos. Entre la Prosperina y el hospital Universitario, otro punto negro, hay cinco separados por tramos de entre 300 metros y dos kilómetros. Aunque algunos peatones prefieren saltar los muros de hormigón que recorren la mediana como una espina dorsal. Su costo fue de 1,6 millones de dólares.

A 300 metros de un puente peatonal, en la entrada a La Florida, queda un hueco por el que cruzan los viandantes, haya o no algún agente regulando el tránsito. “Es imposible que la gente vaya hasta el puente. Si no está el guardia, a jugársela”, apunta Gonzalo Rosado. A su lado, Samantha, una adolescente de 17 años con un retoño de ocho meses, asiente. Ella jamás se toma la molestia de dar ese rodeo. “Si un vehículo viene cerca, toca tirarse...”, sentencia.