
Río de Janeiro y el Comando Rojo
Análisis| Una maquinaria que combinó ideología, lealtad y violencia, capaz de imponerse en las favelas
Río de Janeiro ha sido esta semana escenario de la mayor operación policial de su historia reciente. Más de dos mil quinientos agentes, apoyados por helicópteros, francotiradores e incluso unidades marítimas, irrumpieron en las favelas del Complexo do Alemão y da Penha para enfrentar al Comando Vermelho, el grupo criminal más poderoso de Brasil. La ofensiva, denominada Operación Contención, dejó más de ciento veinte muertos, entre ellos cuatro policías. De los 99 cuerpos identificados hasta ahora, 78 tenían antecedentes penales graves.
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El nombre del grupo lo dice todo: Comando Vermelho significa Comando Rojo, y nació en los años setenta dentro de la prisión de Ilha Grande. Allí coincidieron delincuentes comunes y militantes de izquierda presos por la dictadura militar. La convivencia generó una alianza inusual: los ladrones aprendieron de los revolucionarios su disciplina, sus métodos de comunicación y su estructura jerárquica, mientras los militantes adoptaron el lenguaje y las tácticas del crimen. De esa mezcla surgió una maquinaria que combinó ideología, lealtad y violencia, capaz de imponerse en las favelas y desafiar al propio Estado.
Con el paso de las décadas, el Comando Rojo extendió su influencia por toda la ciudad. Controla el tráfico de drogas, armas y territorios enteros, cobrando “impuestos” a los habitantes, dictando reglas, ejecutando a quienes las incumplen y utilizando drones armados, túneles y cuartos de tortura. En muchas zonas, el Estado brasileño dejó de existir; lo reemplazó una estructura criminal que ofrece orden a cambio de terror, justicia a cambio de miedo y obediencia como única garantía de sobrevivir.
Un político conservador cercano al bolsonarismo, decidió actuar
El gobernador Cláudio Castro, del Partido Liberal, un político conservador cercano al bolsonarismo, decidió actuar. Lo hizo pese a que el país está gobernado por Luiz Inácio Lula da Silva, un presidente socialista y progresista que prefiere el discurso de la reconciliación y la defensa de los derechos humanos. Pero Castro sabía que la situación era insostenible: cada semana había tiroteos, secuestros y ejecuciones sumarias en territorios dominados por las bandas. Operación Contención fue planificada durante meses con apoyo de inteligencia aérea, infiltraciones y coordinación con la Policía Federal. Su meta no era solo capturar cabecillas, sino romper la cadena logística de armas y drogas que abastecía al Comando Rojo desde el puerto y las fronteras.
Los resultados fueron inmediatos: se incautaron fusiles de asalto, granadas, municiones de guerra y millones en efectivo. Pero lo más importante fue el mensaje: el Estado volvió a entrar donde hacía años no podía hacerlo. Esa recuperación simbólica de autoridad explica por qué la mayoría de los habitantes de Río respaldaron la operación, incluso sabiendo su costo humano. La gente que vive bajo el dominio de las facciones quiere algo mucho más simple que los discursos diplomáticos: quiere vivir sin miedo.
La reacción internacional, sin embargo, no tardó en llegar. La ONU y varias ONG condenaron la operación, calificándola de “masacre”. Pero esas mismas instituciones han permanecido en silencio durante años ante los crímenes diarios cometidos por el Comando Rojo. Parecen despertar únicamente cuando un Estado decide defender a sus ciudadanos. Es una paradoja repetida: los organismos de derechos humanos se apresuran a juzgar a los gobiernos, pero rara vez denuncian a quienes destruyen la vida de los inocentes. Esa asimetría moral erosiona la confianza pública y fortalece la narrativa de los criminales como “víctimas del sistema”.
Sin embargo, Brasil está exhausto. Los cariocas saben que ningún proyecto social o educativo prospera donde la violencia es la ley. Y cuando la seguridad y la paz se convierten en la aspiración suprema de un pueblo, la ideología de su gobernante no puede ser obstáculo. En esos momentos, el deber de toda autoridad —sea de izquierda o de derecha— es proteger la vida, recuperar el territorio y restablecer la confianza en la justicia.
El dilema moral sigue abierto. Nadie celebra la muerte, pero tampoco puede celebrarse el abandono. Río ha sido durante décadas un laboratorio de todas las desigualdades de América Latina: riqueza y miseria, samba y sangre, carnaval y crimen. Esta operación, con toda su crudeza, ha mostrado que el Estado aún puede imponerse cuando decide actuar. No es una victoria definitiva, pero sí un recordatorio de que sin autoridad no hay justicia, sin justicia no hay humanidad, y sin humanidad ninguna ideología tiene sentido.
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