Oro sucio y corruptor

Es imperativo sancionar a los responsables y exigir reparación de los daños ambientales causados por la ambición desmedida e indolente’.

La defensa de la heredad territorial tiene diversos ángulos. Uno de ellos, trascendente, es el que pone la mirada en la protección de los recursos naturales, pero dicha intención puede también ser asumida como farsa o pose. La inferencia se pone de relieve y se sustenta, por ejemplo, en el texto constitucional. El art. 396, vinculado a biodiversidad y recursos naturales determina que: “El Estado adoptará las políticas y medidas oportunas que eviten los impactos ambientales negativos cuando exista certidumbre de daño. En caso de duda sobre el impacto ambiental de alguna acción u omisión, aunque no exista evidencia científica del daño, el Estado adoptará medidas protectoras eficaces y oportunas”.

¿Cómo se puede conjugar tan firme propósito en la Carta Magna con una realidad que lo niega en Esmeraldas, Carchi, Imbabura, El Oro, Guayas, Pichincha, Azuay y en todas las provincias amazónicas? Bastaría pensar en la tragedia de Zaruma o en los atentados en el río Jatunyacu, prolongados a lo largo del tiempo, para establecer lo impúdico de su explotación. Ni siquiera cabe llamarla minería clandestina cuando se la efectúa con decenas de grandes maquinarias de alto costo, algunas de ellas propiedad de los municipios del Napo. Sin duda, el oro que se extrae es sucio y corruptor.