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Historia de dos ciudades

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Primero, una calzada de piedra reemplazó al puente de las ochocientas varas, y a cada estero lo cruzaba un puente de madera. Luego cegaron los esteros y tumbaron los puentes: progreso, que le dicen’.

En un cabildo abierto celebrado el 11 de julio de 1688, hartos de los recurrentes incendios y de los ataques de corsarios y piratas, los cabildantes guayaquileños decidieron solicitar al virrey del Perú que autorice la mudanza de su ciudad.

Para 1688, Guayaquil seguía en el mismo emplazamiento en que había quedado tras su asentamiento definitivo en 1547: era una pequeña ciudad española, de unos 3.000 o 4.000 habitantes, desbordándose en un cerrito al fondo del golfo en el Pacífico Sur que lleva su nombre. Pero pronto dejaría de ser eso, pues en 1693 el virrey del Perú decidió acoger la petición de los guayaquileños y autorizó su mudanza.

Guayaquil pasó entonces a establecerse en la “sabaneta”, un espacio que el historiador Julio Estrada Ycaza ha situado en “un cuadrado de cinco cuadras de frente (Luque a Colón) y cinco de fondo (Pichincha a Boyacá)”. Se mudaron allí casi todos: el Corregidor en 1693, el Cabildo en 1696, los vecinos más adinerados, los grupos religiosos (salvo los dominicos), la iglesia parroquial y el Santísimo Sacramento. Pero otros tantos (en general, los más pobres) se quedaron habitando en el cerro. De su resistencia surgieron las dos ciudades: la ciudad que se estableció en la sabaneta pasó a ser conocida como Ciudad Nueva y la que se quedó en el cerro pasó a ser conocida como Ciudad Vieja.

Hacia 1710, por gestión del corregidor Jerónimo de Boza, Guayaquil empezó a construir un puente de madera de 800 varas de largo y 2 de ancho, para unir a la Ciudad Vieja con la Ciudad Nueva. Este puente de 800 varas (equivalentes a unos 664 metros) atravesaba los cinco esteros que había entre el cerro y la sabaneta, que eran, de norte a sur: Villamar, Junco, Campos, Morillo y Lázaro.

Esta pintoresca ciudad tropical, partida en dos pero unida por un largo puente que cruzaba cinco esteros, empezó a crecer: al menos desde 1738, según María Luisa Laviana Cuetos (Guayaquil en el siglo XVIII. Recursos naturales y desarrollo económico), se empezó a poblar el barrio del Bajo, “que constituyó una especie de suburbio habitado por indígenas y gentes pobres” en los alrededores del puente de las ochocientos varas. También surgió el barrio del Astillero, que fue la prolongación de la Ciudad Nueva hacia el Sur. Más adelante, se formaron el barrio de Las Peñas en el cerro Santa Ana (en ese entonces, “habitado principalmente por pescadores”), una extensión del barrio del Astillero que siguió al sur pasando el estero de San Carlos (que hoy, rellenado, es la avenida Olmedo) y el barrio de la Sabana, que fue la prolongación del barrio del Bajo por detrás de la Ciudad Nueva.

El crecimiento de la ciudad borró todo vestigio de que Guayaquil fue alguna vez dos ciudades unidas por un puente. Primero, una calzada de piedra reemplazó al puente de las ochocientas varas, y a cada estero lo cruzaba un puente de madera. Luego cegaron los esteros y tumbaron los puentes: progreso, que le dicen. Y del resto se encargó el fuego: el Incendio Grande del 5 y 6 de octubre de 1896 lo quemó todo al norte de la calle Aguirre y desapareció totalmente el antiguo barrio del Bajo.

Una historia empezada a fines del siglo XVII con una mudanza, concluyó a fines del siglo XIX por el fuego.