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¿Nicaragua? No es conmigo

Avatar del Rubén Montoya

Y finalmente reaccionamos cuando están en nuestras narices: pero para entonces, ya suele ser tarde

El domingo pasado se consumó una nueva farsa en Nicaragua: Daniel Ortega, el dictador que controla todas las funciones del Estado, fue reelegido para perpetuarse en el poder. Parece increíble que a estas alturas de la historia suceda un sainete de tal dimensión, pero los hechos son inobjetables: Ortega encarceló a cuanto líder social pudiera hacerle competencia y fue “elegido” en un proceso que tuvo más del 80 % de abstención: es decir, solo uno de cada cinco nicaragüenses fue a votar. Poco importa para quien no ha dudado, incluso, en reprimir a fuego a sus opositores: solo en las protestas del 2018 se registró medio millar de muertos.

El rechazo internacional y, sobre todo, latinoamericano ha sido tibio: apenas Costa Rica, Chile, Perú y Ecuador han levantado su voz de protesta. Y aunque EE. UU. amenazó con utilizar todas sus armas diplomáticas, en la práctica esa declaración no pasará de ser retórica y hojarasca. Si la presión internacional sigue endeble y medidas más contundentes no se ejercen pronto -como la expulsión de la Organización de Estados Americanos, OEA, o sanciones económicas fuertes- Nicaragua será la próxima Venezuela.

Es previsible que los nicaragüenses sufran un nuevo éxodo, que a nosotros no nos llegará porque no somos vecinos. Y que, lejos de afectar al régimen dictatorial, lo beneficiará porque alivia la presión social, tal como lo ha hecho con Nicolás Maduro, que ya lleva el récord histórico de desplazados en la América hispana: organizaciones internacionales calculan que 6 millones de venezolanos han huido de su país.

¿Y por qué debería importarnos?: porque lo que acaba de pasar en el país de Sandino y Rubén Darío es una cachetada al avance de una mínima conciencia democrática en nuestra región, y una muestra de que no estamos exentos de sufrir algún día la barbarie. Suele pasar con casi todos los males: primero no nos damos por enterados porque la afectación no es directa; luego los normalizamos porque empezamos a verlos más cerca o más seguido, como parte del paisaje. Y finalmente reaccionamos cuando están en nuestras narices: pero para entonces, ya suele ser tarde.