“Es solo fútbol”, dicen…

Los mejores amores son los que más emocionan, no los que mejor se explican. Hagan memoria…
Cuando estas líneas borrachas se publiquen, el Planeta Fútbol tendrá sus ojos en un campo verde de Catar. Allí habrán 80 mil afortunados; en el resto de los puntos cardinales miles de millones lo vivirán a través de pantallas tan gigantes como la pasión que solo el deporte más perfecto moviliza.
“Es solo fútbol”, dicen algunos, porque no logran sentir -y no es culpa de ellos- el arsenal de emociones que provoca. “Andá pa’llá, ¿qué mirás?”... ¿Cómo les explico que hay cosas que no se razonan, sino que se sienten? ¿Acaso no se puede querer a quien nunca se ha tocado? Los mejores amores son los que más emocionan, no los que mejor se explican. Hagan memoria…
Si en una camiseta se concentra la lucha, la esperanza y hasta el dolor de un pueblo; si en sus colores viajan los deseos y no solo el nombre de un país, entonces no es extraño que en una pelota atada a los pies de gladiadores se concentre el modo en que concebimos la gloria. Y la belleza.
No es Mbappé el que la empuja a la red con la voracidad de un náufrago, no es Luka Modric el que la acaricia como a novia, no es Sergio Busquets el que la cuida como si arrullara a su hijo. Y ni siquiera es Leonel Messi, desparramando rivales, sacándolos a bailar una bachata o un tango, o amándola como nadie lo ha hecho antes ni podrá hacerlo después: privilegio del hijo más amado de los dioses. Ni siquiera es él, levante o no la Copa. Ni siquiera es él, cargando a todo un país injustamente a sus espaldas.
No. No son ellos los que juegan; somos nosotros. Cada uno de los que sabemos que, por suerte, hay vivencias en las que la cabeza no entra porque son terreno del frágil e indomable corazón. Y por eso en sus goles, en sus amagues, en sus luchas y en sus fallos lo que de verdad se expresa son nuestros anhelos de niños jugando en una playa hermosa o un potrero torturado por los baches. Así es la vida. El fútbol no es más que una metáfora de nuestros triunfos y derrotas.
Por eso gritamos hasta enronquecer ante un rechace milagroso. Por eso se nos pone el alma en vilo ante un penalti decisivo. Y ante un gol victorioso lloramos sin resquicios o saltamos como posesos. Por eso queremos a quienes no conocemos y jamás sabrán de nuestras pequeñas existencias.
No hay que entenderlo, hay que sentirlo. No es solo fútbol: es un modo maravilloso de cumplir uno de nuestros más queridos sueños.