Beatriz Bencomo | Guerras olvidadas
En cinco años, los ecuatorianos hemos desarrollado una forma particular de vivir dignamente en condiciones difíciles
De guerra olvidada a vecino imposible de ignorar
En 1997, cuando José María González Ochoa y Ana Isabel Montes Pascual catalogaron en “Las Guerras Olvidadas” los conflictos que el mundo prefería no ver, Colombia figuraba junto a Sri Lanka, Liberia y Kurdistán. Era una guerra que “se mantenía sin presencia en los medios hasta que una masacre la convertía en noticia.” Hoy, veintiocho años después, Colombia ya no es una guerra olvidada. Se convirtió en el vecino que hace imposible que Ecuador pueda serlo.
La metamorfosis del vecino
En los noventa, cuando hojeaba “Las Guerras Olvidadas” en la FNAC de Madrid, Colombia era para el mundo lo que hoy es Sudán: un conflicto lejano que ocasionalmente rompía la quietud informativa con una masacre brutal. Las FARC, los paramilitares, el narcotráfico - todo formaba parte de esa nebulosa de violencias distantes que los medios europeos mencionaban entre el pronóstico del tiempo y los deportes. Ecuador vivía la ilusión de la irrelevancia. Éramos el país pequeño, estable, sin guerrillas importantes ni carteles mediáticos. Nuestro mayor drama nacional era la crisis bancaria, y nuestro mayor orgullo internacional, las islas Galápagos. Había algo reconfortante en esa insignificancia geopolítica. La transformación de Colombia de “guerra olvidada” a potencia regional coincidió con nuestra involuntaria metamorfosis de país tranquilo a corredor estratégico. No fue una evolución que eligiéramos; fue una que nos eligió.
El ecuatoriano que no sabíamos que éramos
“Nunca se había sentido tanta inseguridad como ahora,” dice Marcelo Valarezo, quien vive en Conocoto desde hace 32 años. En su sector, los moradores del barrio Ontaneda colocaron cadenas en la calle principal para controlar accesos. “Solo pueden entrar las personas del sector. Es una forma que encontramos para luchar contra la delincuencia.” Su observación captura algo fundamental: la violencia no cambió quiénes somos, reveló quiénes habíamos sido siempre. El Ecuador “pacífico” de mi memoria era, en realidad, un Ecuador no examinado. Vivíamos una tranquilidad que nunca había tenido que definirse porque nunca había sido amenazada sistemáticamente.
Los nuevos códigos de la convivencia
En Turubamba, Rosa Almache explica: “Estamos en desventaja con los delincuentes. Si no nos organizamos perdemos esta batalla.” Su barrio instaló puertas hace cinco años, pero desde 2022 contrataron seguridad privada. Hemos desarrollado una cartografía instintiva que no existía hace cinco años. En Socio Vivienda, “Pedro” describe la nueva realidad: “Mis hijos no pueden salir ni al parque, estamos encerrados a las 20:00.” Esta no es paranoia. Es literacidad urbana. Los niños que van al colegio en Guayaquil han desarrollado competencias que yo no necesité hasta los cuarenta años. Entienden intuitivamente “zona caliente” y “frontera invisible.” Saben negociar su movilidad urbana con sofisticación que sus padres aprendimos sobre la marcha.
La creatividad social de la normalidad
En el Guasmo Norte, un profesional cuenta cómo su comunidad se adaptó: “El nivel de inseguridad llevó a los vecinos a realizar colectas para financiar enrejados y bloquear el acceso vehicular.” Pero algo inesperado ocurrió: “Hemos descubierto que hemos vivido entre narcotraficantes.” Algunos vecinos instalaron planchas metálicas y de madera en las paredes de sus casas para protegerlas de balas perdidas. Esa imagen - familias ecuatorianas blindando artesanalmente sus hogares - encapsula cómo hemos respondido: no con retirada total, sino con ingeniería doméstica de supervivencia. Carlos Ortega desarrolló otra estrategia: “El trabajo coordinado con la Policía está ayudando a disminuir los asaltos.” Su comunidad instaló cámaras y alarmas comunitarias. No lo aprendieron en ningún lado. Lo inventaron.
Las nuevas pedagogías del miedo
“Cansa estar siempre prevenido, te termina hostigando,” reflexiona “Pedro”. Pero ha aprendido reglas específicas: “Cualquier discordia puede ser motivo para que te agredan.” Este es nuestro día a día. En sectores populares, pero también en socioeconómicos medios y altos. Nadie está a salvo. En Samborondón, la Meca de la “nueva estabilidad”, los hábitos también se ajustan. En centros comerciales elegantes, una persona de relaciones públicas se expresa con brutal franqueza: “Yo aquí las boto - ¿a quiénes? - a las prepago pues. Me tienen miedo, no les permito estar aquí.” En espacios profesionales, entre cafés, se habla en nuevos términos: “Ahora solo es seguro meterse en el Club. Dejas tu carro afuera con seguridad y los de tránsito hacen batidas adelante porque las veladas son largas, así que el entorno está más vigilado.” Los operativos para detener narcos en urbanizaciones de lujo ya se han vuelto capítulo de serie. Las distancias son enormes, pero nadie está a salvo.
El vocabulario que estamos creando
Hemos desarrollado un lenguaje que no existía hace cinco años. “Campaneros” son los vigilantes que monitorean enrejados. “Pagar vacuna” es extorsión normalizada que algunos sectores deben aceptar. “Calentar la zona” significa incrementar violencia para generar miedo y control. En el Guasmo Norte, hablan de “salida a la ría” para describir rutas de escape por agua que usan las bandas. Los tanqueros de combustible que abastecen a “supuestos pescadores” son parte del paisaje nocturno. No estamos adoptando vocabulario de otros países. Estamos creando el nuestro.
El procesamiento del trauma colectivo
En Socio Vivienda, Ana recuerda el 6 de marzo de 2025, cuando se produjo la masacre que cobró 22 vidas: “Yo no sabía si irme para allá, después vi que en el grupo decían que habían muertos, yo me puse mal, pensé en mis dos niños que estaban solos en casa.” Los grupos de WhatsApp se han convertido en sistemas de alerta temprana, redes de apoyo emocional, espacios de procesamiento colectivo del trauma. Hemos desarrollado formas de sostener psicológicamente a las comunidades que van más allá de cualquier protocolo oficial.
La identidad que estamos forjando
En cinco años, los ecuatorianos hemos desarrollado una forma particular de vivir dignamente en condiciones difíciles. No es la resiliencia colombiana - resultado de décadas de conflicto. No es la resistencia centroamericana - forjada en guerra civil. Es algo específicamente nuestro. Hemos aprendido a procesar violencia sin volvernos violentos. A desarrollar vigilancia sin perder espontaneidad. A crear seguridad comunitaria sin militarizar la convivencia. “Antes éramos un pueblo que no se conocía a sí mismo,” reflexiona Marcelo Valarezo desde Conocoto. “Ahora somos un pueblo que se está descubriendo bajo presión.” Ese descubrimiento - de quiénes somos cuando no podemos ser quiénes creíamos que éramos - es lo que estamos escribiendo en tiempo real. Y resulta que somos más interesantes de lo que pensábamos.