La discapacidad mayor

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“Y me doy cuenta de que su discapacidad era menor, porque fue fatal, impuesta, decretada. En cambio la mía, la nuestra, no lo es...’.

Martes 28 de enero, mediodía. Plaza de San Francisco, en Guayaquil. Un grupo de personas con discapacidad reclama porque el Consejo Nacional para la Igualdad de Discapacidades (Conadis) quiere reclasificarlos; ellas aducen que es un pretexto para bajar el porcentaje de sus limitaciones y, por tanto, el de la ayuda estatal. Pero ese no es el problema. El Estado y la sociedad los hemos desatendido tanto que no se puede ver a la reclasificación como la raíz del mal.

Tampoco es un tema legal: nuestra Ley de Discapacidades crea una normativa solidaria, que les reconoce igualdad de derechos, becas, atención preferente, subsidios, turismo y vivienda accesibles, chances laborales… Si se cumpliera, sería una maravilla. Pero las grietas empiezan cuando quienes deben hacerlo parece que no la han leído ni por el título. Por ejemplo, el Conadis. Dos muestras:

Primera: La ley obliga que las empresas, públicas y privadas, tengan el 4 % de trabajadores con discapacidad en su nómina. ¿Cuántas lo cumplen? No se sabe. Como si fuera un gran logro, el ente publicita que ha inspeccionado a 250 empresas y conseguido empleo a 230 discapacitados. 230. Solo que hay casi 500 mil en Ecuador, la mitad en edades plenamente productivas: entre 18 y 60 años. 

Segunda: ¿cuántos empleados con discapacidad tiene el Conadis? Es un misterio…

“Yo soy ciego. Pero es como si los demás no me vieran”, me dice Roberto, desempleado, guayaquileño, 43 años… Es verdad: no los vemos. Y entonces recuerdo a mi hermano Marco Antonio, lastrado por dolencias varias, que se nos fue el año pasado cuando esperaba un nuevo trasplante de córneas.

Y mientras lo extraño como solo se extraña a quien no se ha amado lo suficiente, recuerdo su lucha sin tregua, silenciosa, inmensamente digna. Tantas veces desigual, cruel, agotadora. Y me doy cuenta de que su discapacidad era menor, porque fue fatal, impuesta, decretada. En cambio la mía, la nuestra, no lo es: nuestra discapacidad de no verlos, de no incluirlos, de valorarlos por sus limitaciones y no por sus capacidades, de pensar y actuar con ellos a partir de la lástima es mucho mayor. Porque es voluntaria.